P. Fredy Peña T., ssp
La fiesta que celebramos se remonta al s. XIII, cuando el papa Urbano IV instituyó la solemnidad de Corpus Christi para toda la Iglesia. Más tarde, el Concilio de Trento aprobó no solo que se hiciese una fiesta particular de la eucaristía, sino también que se la llevase en procesión por las calles y plazas públicas. Esta práctica religiosa se ha perpetuado en el tiempo y en el “día del Señor” (domingo) –como Iglesia– nos reunimos para compartir la mesa de la Palabra y la eucarística del Cuerpo y la Sangre del Señor.
Hasta nuestros días, la eucaristía ha sido y es el verdadero maná. El término (en hebreo, man hu) alude a una realidad “desconocida”, y, sin embargo, Dios lo dispuso como alimento para su pueblo, ya que lo necesitaba en su travesía por el desierto. Porque el maná no era únicamente un don de Dios, sino también una “revelación”, es decir, “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Deut 8, 3). Es en la multiplicación de los panes que Jesús ratifica la eucaristía como verdadero alimento o maná: “mi Padre les da el verdadero pan del cielo” (Jn 6, 32). Por eso, cada vez que participamos en la eucaristía reconocemos la “presencia” de Cristo como sacrificio en la Cruz y, también, como el “alimento” que es comunión y amor: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”.
Al recibir a Cristo eucaristía, la vida de Dios actúa siempre y cuando lo dejemos entrar a nuestro corazón. Es cierto que este alimento transforma, porque es Jesús quien nos abre a Dios a nosotros mismos y a los demás, pero si no hay voluntad de “conversión” entonces Dios no tiene cabida ni será suficiente. Por ahora, los que aún creen y reciben su Carne y Sangre como verdadero alimento, ya tienen ¡Vida eterna! Porque la Vida eterna no es solamente promesa de futuro, sino que es participar ya, ahora, de la “vida propia de Dios”.
“Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: ‘tomen, esto es mi Cuerpo‘” (Mc 16, 22).