Los discípulos de Jesús son comparados con un pequeño rebaño, al cual se le ha confiado el Reino. De alguna manera, lo que el Señor había enseñado en el Padrenuestro está aconteciendo en la vida de la comunidad cristiana. Es decir, el Reino de Dios se está manifestando en los “pequeños” que esperan con ilusión la instauración de ese Reino. Sin embargo, cada persona se convierte en aquello que espera. El que espera la muerte, es preso de su pesimismo y apresura su deceso, pero el que espera al Señor Jesús, como el esposo fiel, tiene su patria en otro lugar.
Ese tiempo de “espera” no está vacío, puesto que es el tiempo de la salvación, en el cual cada creyente testimonia al Señor y es parte de la Historia de la Salvación. Allí, vigila e intenta ser fiel a la palabra de Dios. Sin embargo, hay un elemento sorpresa: el Señor que vuelve es el que nos hará sentar a la mesa y nos servirá. Es cierto que durante esta espera se pasa por la oscuridad de los problemas, enfermedades e incomprensiones que llevan al hastío. Pero el creyente vela en la noche del mundo y seguramente que el mundo conoce muchas noches. No obstante, él ronda porque sabe que en algunas de esas noches el Señor pasará e iluminará de una forma distinta.
En la oscuridad de la noche es posible ver los signos de liberación que están sucediendo hoy: cuando damos generosamente, escuchamos sin apuros, sonreímos afablemente, contenemos sin aprensiones o damos nuestro tiempo. Por eso que la liberación no es solo una cuestión que se espera sino que es algo que se construye. Vigilar no solo significa supervisar como un inspector de colegio sino ponerse a disposición para servir. En esto consiste la felicidad de los cristianos, como decía un sacerdote amigo: “Vive para los demás y ganarás la vida”.
“¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada!” (Lc 12, 37).
P. Fredy Peña T., ssp