Al calmar la tempestad, Jesús manifiesta su poder sobre el mal, identificado con el mar. Pero ¿quién es este que hasta los vientos y el mar le obedecen? Jesús es despertado por sus discípulos, pues estos por su falta de fe tienen miedo, pero Él no se atemoriza, conserva la paz y el control, a pesar de la tempestad. Muchas veces, como creyentes no recurrimos a Dios, con súplicas o peticiones, sino que le exigimos que realice algún milagro por algún apremio que sufrimos. Pero nos olvidamos de que una fe adulta no puede estar reclamando siempre actos prodigiosos. La fe ha de ser lo suficientemente madura para infundir paz incluso en los momentos en que Dios pareciera guardar silencio.
Sabemos que, en más de alguna ocasión, la vida de fe se seca como en un desierto tanto que la angustia y la desesperación se adueñan de nuestra vida. Los discípulos de Jesús también pasan por esta experiencia cuando le preguntan ¿Cómo puedes dormir tranquilo mientras nosotros…? Con frecuencia, la fe del creyente no ha madurado lo suficiente y piensa que Dios lo ha abandonado, pero se olvida que en esas situaciones Jesús también está con él: “Si te acuerdas de tu fe, tu corazón no se agita: si te olvidas de tu fe, Cristo duerme y corres el peligro de naufragar” (San Agustín). Por eso hay que actuar como los discípulos e ir a Él no para exigir, sino para pedir con confianza: ¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?
Jesús, al calmar la tempestad, nos quiere enseñar a buscar, descubrir y superar los conflictos que dificultan o sofocan el proyecto de vida y libertad para la comunidad creyente. Jesús tiene el poder para reducir a la nada todo aquello que nos atemoriza, lástima que aún no lo hemos descubierto. Por eso nos estimula a vencer el “miedo”, en todas sus manifestaciones, y también a confiar plenamente en él.
Fredy Peña Tobar, ssp
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