El evangelio nos presenta a los escribas con sus actitudes de hipocresía y ostentación, que es todo lo contrario a como Jesús vive y entiende el amor a Dios. Él advierte a sus discípulos de sus malas prácticas, pues siendo estos intérpretes de la Torá o Ley y juristas, el único factor de poder e influencia es su saber o experticia profesional en el Antiguo Testamento. Por tanto, Jesús previene a los suyos, porque esos malos ejemplos se pueden repetir en sus discípulos, ya que estos, en vez de reivindicar privilegios y honores, han de estar siempre dispuestos a hacerse los últimos y servidores de todos.
Jesús condena esta espiritualidad de exhibición, de aparentar ser buenos o correctos. Sobre todo cuando esas “buenas maneras” esconden una serie de malas costumbres, aquellas que no se ven pero que se plasman en una “doble vida”, por ejemplo. Así, algunos escribas, en vez de estar al servicio de la Palabra de Dios y del pueblo, se sirven de este ministerio para favorecerse. Por eso, el Señor sentencia su forma de actuar: “están llenos de avaricia y maldad”.
Frente a esta mala praxis religiosa, la pobre viuda puso todo cuanto tenía para vivir al servicio del Señor. Dar de lo superfluo es no dar lo esencial, que es precisamente la persona. Porque valen los que ponen su confianza en el Señor y no los que la depositan en sus riquezas, bienes o personas. De este modo, la fe no necesita aparentar, sino ser. No necesita ser alimentada por cortesías, especialmente si son hipócritas, sino por un corazón capaz de amar de forma genuina. Con su ofrenda, la viuda da de sí misma y pone a Dios como el valor absoluto, es decir, por encima de su propia persona y hace depender de él su vida.
“Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas” (Mc 12, 38).