¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluia! Este es el gran grito de júbilo que ha resonado anoche en la celebración de la Vigilia Pascual. Sin duda, es la afirmación de la fe del mundo cristiano. La Iglesia en la Pascua lo celebra todo, porque la resurrección de Cristo no es solamente una fuente de fe sino también de esperanza maravillosa, esperanza que contempla un sesgo de misterio, puesto que el acontecimiento en sí mismo fue algo sorpresivo para los discípulos y las mujeres que encontraron el sepulcro vacío. Y era lógico, María Magdalena, al no ver el cuerpo de Jesús, piensa lo peor: “se lo han robado”.
Inmediatamente, se despierta una señal de alarma porque la resurrección era una cosa impensada para este grupo de hombres y mujeres. Para ellos, con la muerte de Jesús, se había terminado todo, idea no solo de ese tiempo sino también de ahora, pues los escépticos del s. XXI, al no creer en la resurrección, propagan una vida sin Dios o, peor aún, no niegan su existencia, pero viven como si Dios no existiera.
Jesús ha recobrado la vida de una forma inusitada y distinta a como pudiéramos imaginar, una vida en que ni las vendas o el sudario son ya la prueba “fundamental” de su resurrección. Por tanto, no fue este el detalle que iluminó tal acontecimiento sino la propia resurrección de Jesús, que llenó de alegría el corazón de los discípulos.
Jesús resucitado hoy, está más presente que nunca en la “comunidad”. Por eso es necesario tener una fe más adulta, que camine en sintonía con sus enseñanzas y forma de vida. Quizá la gran lección que debemos aprender como creyentes es que la resurrección de Jesús no necesita de “signos extraordinarios” para ser creída, sino de la experiencia de amor que hacemos, con el Resucitado, en medio de la comunidad creyente.
“No habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 9).
P. Fredy Peña T., ssp