La visita de Jesús a la sinagoga de Nazaret nos lleva a revivir la emoción de aquel momento en que el Señor hizo suya la profecía de Isaías. La sinagoga estaba concurrida de parientes, vecinos y personas que permanecían atentos a las palabras de Jesús como a la actitud de la Iglesia: siempre tiene su mirada puesta en Jesús, el Ungido, a quien el Espíritu envía para guiar al Pueblo de Dios.
Dice Jesús: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”. Cristo se presenta como un mensajero de Dios, que trae la misión de anunciar grandes beneficios para Israel. Pero no se manifiesta explícitamente como el Mesías, porque hubiera sido repudiado en el acto. Si bien tanto el Espíritu Santo como la Palabra de Dios son los que impulsan que la misión de Jesús comience a plasmarse, sin embargo, el rechazo a Jesús y su Palabra es evidente. En efecto, la hostilidad hacia su persona se suscita por las dudas acerca de su identidad. Para Israel el Mesías debía ser alguien “desconocido” y, por tanto, no podía conciliarse con el conocimiento que estos tenían de sus padres.
Para el evangelista Lucas las preguntas acerca de la identidad y lo que hace Jesús son fundamentales. ¿Quién es Jesús?, ¿es un Profeta? Según los criterios de discernimiento que utilizaba Israel para verificar la credibilidad de un profeta: Sí, porque en Jesús hay correspondencia entre lo que enseña y la ley, entre sus acciones y la Palabra de Dios. No obstante, su mensaje de salvación se fragua en la “acogida” de su predicación. Lo ocurrido, en la sinagoga de Nazaret, evoca las respuestas fundamentales que hoy muchos esperan encontrar en Jesús y su Iglesia. Este es el tiempo de la Iglesia, enviada para anunciar, a imitación del Señor, la salvación al mundo entero.
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción” (Lc 4, 18).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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