La realidad de los primeros cristianos era bastante adversa, puesto que en aquella época sus comunidades eran dispersas, pequeñas y perseguidas. La primera semilla que Jesús sembró para conformar una comunidad fue con un grupo de pescadores, quienes supieron sortear sus limitaciones y precariedades. La parábola del sembrador viene a dar confianza y coraje a la comunidad que está viviendo una crisis de fe. Esta responde a los impacientes que dudan de la venida del Reino porque aún no ven sus signos o lo que ven les parece muy incipiente.
Nos rebelamos contra todo sistema, Dios incluido, y cuando constatamos que en este mundo imperan los corruptos de cuello y corbata más que los honestos y generosos de sandalias, los escándalos mediáticos más que las buenas obras sin prensa, el gusto desmedido por el placer más que la tolerancia por el padecer, el afán por el reconocimiento más que el anonimato por la obra de caridad del día, entonces nos preguntamos: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué no interviene? Jesús quiere corregir un error fundamental. El hecho de que entre el momento de la sementera y la cosecha no aparezca el sembrador, no significa que la semilla haya sido abandonada a su suerte. El Señor no permanecerá oculto para siempre e intervendrá y dirá su última palabra.
A pesar de las dudas o de la sensación de sentirnos solos, el Reino siempre será obra de Dios. No podemos pensar que su Reino depende, únicamente, de los hombres. Tenemos que eliminar la idea ingenua de un mundo rebosante de frutos, como también aquel pesimismo exagerado de que es imposible encontrar testimonios de virtud. Si el Reino de Dios es algo inmerecido y un don, entonces no desesperemos. La semilla del Reino crece incluso si no la vemos; lo importante es que la sembremos.
“Sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”, Mc 4, 27.
P. Freddy Peña T., ssp