Una vez más, Jesús establece las condiciones para sentarse con él en su banquete celestial. En plena celebración del sábado, pone en evidencia la hipocresía de los fariseos y de la sociedad burguesa de su época. Los fariseos, llamados amigos del dinero (Lc 16, 14), se relacionan entre ellos y jamás invitan a la mesa a un pobre o un deficiente físico por considerarlos “personas impuras”. Por eso la propuesta de Jesús no es una mera norma de educación, frívola o utilitarista, sino que su intención es proclamar el banquete del Reino y las consecuencias de ello: “el anticipo de la mesa compartida”.
En medio de una sociedad ambiciosa y que gusta de los primeros lugares, Jesús la cuestiona y les hace ver con quiénes entonces se habría identificado en la cena de la sociedad burguesa. Claramente que la opción de él está por los más discriminados, es decir, por los que no fueron invitados o los que debieron servir la mesa. En efecto, Dios se identifica con los más humildes y sencillos. Porque la humildad es la reina de las virtudes y, por tanto, la verdadera grandeza es la que mostramos ante Dios y no ante los hombres. Además, la humildad no es sinónimo de carencia como muchos piensan; al contrario, es sabiduría espiritual porque permite modelar el carácter.
Para Jesús, la dinámica del Reino de Dios se fragua no en una generosidad retributiva sino en una “desinteresada”. Los líderes de aquella época nunca comprendieron que la regla general no era relacionarse únicamente con los que podían retribuir. En cambio, Jesús nos dice que el Reino de Dios no es comercio ni intercambio de favores, sino pura solidaridad y gratuidad. Como en los tiempos de Jesús, ¡cuánta! “solidaridad” y “gratuidad” se necesita para que nuestra sociedad –materialista y utilitarista– entienda que, en esta vida, no todo se alcanza con dinero, fama o influencias.
“¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!” (Lc 14, 14).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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