P. Fredy Peña T., ssp
El relato de la vid, en rigor, más que una parábola o alegoría, es una fórmula de presentación que el Señor utiliza para precisar cómo debe ser y actuar el auténtico discípulo de Jesús: “Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes”. Es decir, permanecer en él y dar fruto, son las dos ideas básicas que reiterativamente nos enseña. Por eso que la palabra clave en el texto de este evangelio es el verbo “permanecer”, porque es la condición que el Señor pone para dar los frutos que él espera de cada creyente.
Asimismo, la imagen de la vid no es una carátula bucólica, porque posee connotaciones de rivalidad y enfrentamiento. Jesús se encuentra en condición de oposición y superación al Antiguo Testamento o al propio judaísmo que no ha sido capaz de dar los frutos abundantes. Y ¿qué quiere decir dar frutos abundantes? El dar fruto no puede entenderse como un “activismo” o “hacer cosas”, ni la permanencia como una “pasividad”, porque la permanencia refleja la generosidad y la alegría de servir a Dios. Por eso, el buen discípulo de Jesús quiere ser fiel imagen de su Maestro, pero al ser uno con él, ha de exteriorizar aquello en todo lo que dice y hace.
Actuar como Cristo es todo un desafío porque nos lleva a ser como él. Tal vez nos parezca imposible, pero más imposible aún es pensar que sin tener vida en él, sin alimentarse de su Palabra, podremos hacer el bien. Dostoievski, en la novela: El idiota, (1869), contradice a Tolstoi, porque este estaba convencido de que para hacer el bien bastaba con tomar las enseñanzas del evangelio como un itinerario moral, pero sin tener referencia con la persona de Jesús. Por eso, querer actuar siempre como Cristo, pero sin tener vida en él, simplemente, es una locura o suicidio, porque es necesario que él viva en cada creyente hasta decir como san Pablo: “Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2, 20).
“La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos”, (Jn 15, 8)