El evangelio enseña que el seguimiento prioritario de Cristo, y la recompensa para quienes se comportan como fieles discípulos de él, es su misma compañía para siempre. No obstante, ser discípulo suyo tiene sus costos y por eso Jesús advierte de las contrariedades que implica. Porque ser cristiano significa vivir en fidelidad hacia su persona y recibir incondicionalmente su amor. Por eso la propuesta de amor de Jesús va más allá de los vínculos sanguíneos, que si bien son legítimos pueden también ser un obstáculo para el seguimiento y la misión. Al respecto, Jesús no dice que no amemos a la familia, pero sí intenta inculcar que el valor de la familia no es un valor último, ya que el valor “mayor” es el propio Dios. Es decir, el amor de Jesús es preferencial y no exclusivo ni despectivo, pues nos invita a ponderar las cosas en su justa medida y dar prioridad a las de su Reino.
Sin duda que en las cosas del Reino y como discípulos hay que estar preparados para llevar la cruz. En efecto, esta no consiste únicamente en aceptar tal o cual sufrimiento personal, sino también en aceptar la exigencia de romper con las propias seguridades y lograr la profunda comprensión del seguimiento como el único camino de unión con el Señor. Por ejemplo: perder un empleo o el prestigio social, o bien ser objeto de burlas por actuar de acuerdo con los valores del Reino. Amar, en consecuencia, por fidelidad a Jesús no nos lleva a «perder la vida», sino a «ganarla y encontrarla». No obstante, hay algunos que creen que es mejor vivir su vida antes que donarla al servicio de Dios.
Jesús nos propone un cambio en la escala de valores y en la mentalidad de una sociedad cada vez más narcisista. Su invitación no es «llevar la cruz» a modo de sumisión ni menos para destruir la propia vida, sino para compartir su cruz en una actitud noble, de una entrega generosa y confiada que hace a la persona feliz, libre y realizada.
«El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 39).
Fredy Peña T., ssp
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