Nos dice el Señor: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos…”, es decir, conocer a Jesús implica necesariamente amarlo y amarlo es conocerlo. Sabemos que la fe cristiana no es una doctrina y menos un código de normas morales, sino el encuentro y la adhesión a una persona: Cristo. Sin embargo, no es un vínculo cualquiera, puesto que este nace de un amor radical hacia él e incluso hasta no querer otra cosa más que su voluntad. Por eso la dinámica del amor divino consiste en que Dios te ama para que te sientas amado y te sepas amado, para que te ames y también para que ames a tu prójimo, pero como Dios lo ama.
En este sentido, los amados por Jesús son amadores de hacer el bien y se dejan inspirar por las mociones del Espíritu Santo. En efecto, el Espíritu Santo actúa no solamente como el “abogado”, sino también como el “consolador” de los discípulos temerosos, perseguidos y encerrados. Además, este Espíritu mantiene viva la memoria de sus actos y sus enseñanzas que nos llevan hacia el Padre. No obstante, quien vive de acuerdo con los criterios dominantes de la sociedad no lo puede percibir ni conocer. En cambio, quien vive con los criterios de quien nos amó primero, la vida cobra sentido y se vive de la fe en el Hijo de Dios, hasta que Cristo se plasme en todo aquel que crea: “Ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí” (Gál 2, 20).
La gran misión del Espíritu Santo es “santificar”, es decir, que como discípulo, el creyente pueda pensar, amar y actuar como Jesús. Nos dice: “No los dejaré huérfanos…”, porque ahora él está presente de una manera nueva, que solo puede descubrirse con los ojos de la fe después de haberlo encontrado. Por tanto, los cristianos no deben amilanarse. No somos los dueños del mundo, pero sí los hijos de un mismo Padre. Por eso, no hay por qué temer ni angustiarse, porque pertenecemos a una Familia Trinitaria y somos herederos de la Vida eterna.
“El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama y el que me ama será amado por mi Padre” (Jn 14, 21).
P. Fredy Peña T., ssp
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