Las palabras del Señor, una vez más, sorprenden y escandalizan a sus interlocutores. Porque quien distribuye el verdadero pan del cielo no es Moisés sino Dios, y el pan ya no es el maná sino el propio Jesús: “Yo soy el pan vivo…”. Para los judíos, escuchar estas palabras era impensado: ¿Cómo es posible comer la carne y la sangre de una persona? Pero la sabiduría de Jesús enseña y aclara que “comer” la carne y “beber” la Sangre del Hijo del hombre es recibirlo a él en su condición glorificada.
En efecto, el pan no indica únicamente el alimento elaborado con harina sino también todo lo que la persona necesita para su subsistencia. Es cierto que el pan terrenal ofrece la fuente de energía para la vida biológica, pero no para la vida espiritual y plena. Porque el que come la Carne y bebe la Sangre de Cristo tiene “ahora” Vida eterna, es decir, recibir estos dones no es solo un acto de piedad, es más que eso. Es como una encarnación del Hijo del hombre en cada creyente, de modo que sus palabras y acciones se plasmen progresivamente y acrecienten la fe del que aún cree. Por eso Jesús afirma que él es el verdadero pan, porque comunica una Vida eterna y feliz, pues la Vida eterna no es promesa solo para el futuro, ya que poseerla es participar ¡ya! de la vida de Dios.
Sin embargo, la vida de Dios no se construye aisladamente sino en comunión con otros hermanos hasta formar un solo cuerpo (cf. 1Cor 10, 17). La comunión en Cristo nos lleva a “alimentarnos” de él, porque como fuente de amor es el único que nutre la vida espiritual para actuar con la sabiduría de Dios. Quizás como creyentes no hemos reparado en que el alimento, Jesús, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, y que en la vida de fe nos permite: amar sin maldecir, esperar sin desesperar, confiar sin abandonar, ser pacientes en la enfermedad y tener sed de Vida eterna.
“El que come mi carne y bebe mi Sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54).
P. Fredy Peña T., ssp
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