Jesús les da las instrucciones a los Doce y, al mismo tiempo, describe la vida que nos lleva a Dios. Pero desvirtuamos el Evangelio cuando pensamos que lo que nos ofrece es un gozo leve y superficial, diciéndonos lo que nos gusta escuchar, y asegurándonos de que no debemos equivocarnos en nada. Jesús explica cómo habrán de comportarse los discípulos con aquellos que no pertenecen al grupo, con los pequeños y con ellos mismos. Su respuesta es muy clara: “no se lo prohíban…”, pues su misión es liberar a las personas de toda alienación u opresión; por lo tanto, si no han podido expulsar a los demonios, entonces no hay por qué impedírselo a otros. Probablemente, esa negativa denota un sesgo de envidia e incapacidad por no haber cumplido el mandato.
La invitación de Jesús siempre será la misma: no cerrarnos en los propios criterios, tener una mentalidad más abierta y rechazar esa obsesión enfermiza de ver enemigos por todas partes. A veces, por estas cosas, corremos el riesgo de escandalizar a los más pequeños, y por estos Jesús siente una especial predilección. En el escándalo se juega nuestra comunión con Dios porque nos puede llevar al pecado y a la pérdida de la fe. Por eso, Jesús termina siendo duro cuando señala que es mejor cortar algún miembro si este termina siendo ocasión de pecado. Para la mentalidad judía, la mano, el pie o el ojo eran la sede de los impulsos pecaminosos que anulan la comunión con Dios. Es decir, no se trata de mutilarse literalmente para entrar en esa comunión, sino de eliminar la raíz de todo aquello que nos separa de Jesús.
Si, con penosos esfuerzos y caídas, nos decidimos por la unión con Cristo y nos esforzamos a permanecer fieles a esta unión, entonces entraremos a la Vida eterna, pues esta no es otra cosa que vivir en la presencia imperecedera con Jesús.
“Pero Jesús les dijo: ‘No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí’” (Mc 9, 39).
P. Fredy Peña T., ssp