El bautismo del Señor es el acontecimiento que inaugura la vida pública de Jesús. En efecto, las palabras de su Padre, Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección, son una auténtica declaración de su divinidad. De este modo, el propio Jesús se proclama como el Mesías de Israel según el testimonio cualificado del Bautista, del Espíritu Santo y del Padre. Estamos, sin duda, frente a una teofanía, es decir, una revelación del Misterio de Dios que nos dice cómo nuestro Señor, una vez bautizado, emprendió su itinerario de predicación por Palestina, hizo su llamado a quienes estuvieran dispuestos a dejarlo todo por la causa del Reino, sanó a los enfermos, perdonó los pecados para que las personas renacieran a una “vida nueva” y pudieran convertirse de corazón.
Sabemos que Jesús no tenía necesidad de bautizarse por san Juan, porque en él no había pecado. Sin embargo, no quiso omitir el ritual de purificación y conversión al que se sometían los que se preparaban para recibir al Mesías anunciado como muy próximo. Por eso hay que establecer una diferencia entre su bautismo y el de san Juan, pues este último solo tenía un carácter penitencial, mientras que el de Jesús lo hará con el Espíritu Santo. Es decir, el bautismo de Jesús es una unción del Espíritu Santo que permite la transformación del hombre interiormente y le impregna una “vida nueva” que viene de Dios. Sí, el bautismo de Jesús nos perdona el pecado de raíz, nos santifica y nos hace profetas, sacerdotes y reyes de la nueva alianza.
Cada vez que presenciamos un bautismo y escuchamos las palabras “Yo te bautizo en el nombre…”, somos testigos de un signo hermoso, porque se abre la posibilidad de vivir una vida conforme al querer de Dios. Porque no hay dignidad más grande que la de ser llamados Hijos de Dios ni hay vocación más fundamental y real que la de ser invitados a vivir una vida al modo de Dios.
“Y una voz desde el cielo dijo: ‘Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección’” (Lc 3, 22).