Las palabras del discurso de despedida por parte de Jesús son las últimas recomendaciones pronunciadas durante la Última Cena a sus discípulos. Allí confirma su anhelo de que quien lo ame será fiel a su palabra, como también que el Padre y él lo amarán y permanecerán en todo aquel que les sea fiel. De algún modo, el discurso de Jesús concientiza y prepara a los discípulos para la vivencia pospascual de la fe, que pide renuncia, sacrificio, constancia y un amor desinteresado.
Celebrar la Pascua es algo más que alegrarnos por la resurrección de Jesús, ya que esta no consiste únicamente en levantarse de la tumba para continuar una vida en las mismas condiciones que antes. Al contrario, Jesús resucitado nos invita a una nueva forma de vida y de comunión entre nuestra fe y el amor hacia él. Por eso, quien es capaz de ser fiel a esta “comunión” y a su “palabra” alcanza una madurez espiritual que lo hace un cristiano más empático, pacífico, generoso y caritativo. Porque Dios no reina ni mora en cada uno desde afuera ni de arriba sino desde el interior o del Espíritu. En este sentido, Jesús nos prometió un abogado: el Espíritu Santo que nos hace capaces de Dios.
Sabemos que el Espíritu Santo nos otorga el gusto por las cosas de Dios y la docilidad a su voluntad. Por tanto, su presencia no es solamente una promesa maravillosa, sino una manifestación concreta de su bondad, fraternidad y paz. Porque sin el Espíritu Santo nos deprimimos e instalamos en nuestra comodidad y la Iglesia se convierte en una mera comunidad humana. Y como seres humanos, a veces somos pesimistas pensando que la maldad y el pecado son más fuertes que el propio Dios. Y eso no es cierto, en algún momento los hijos de Dios son recompensados por su fe, fidelidad, constancia y esperanza en las palabras de Jesús, que vive en la humanidad redimida por él.
El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. (Jn 14, 23).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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