A los contemporáneos de Jesús lo que más sorprendió ante la pregunta sobre cuál es el mandamiento más importante, no fue lo dicho al principio, sino como terminó: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús sabía que los fariseos eran observantes rigurosos de la ley. De sus 613 mandamientos, con 365 prohibiciones y 248 prescripciones dependía su relación con Dios. Para los fariseos el pueblo era considerado maldito por el solo hecho de no conocer la Palabra de Dios. Jesús, en cambio, vive entre el pueblo, no lo desprecia ni participa de la vida de las élites y práctica la auténtica caridad.
¿Qué es lo que Dios espera del hombre y qué debe hacer el hombre para que el sentido de su vida se vea cumplido? La pregunta pone a prueba nuestra libertad y el cómo nos comportarnos. La respuesta de Jesús nos ilumina el camino: para él no puede haber verdadero amor a Dios sin amor al prójimo, como tampoco puede haber amor al prójimo sin amor a Dios.
Muchas veces, aun con la gente a la que amamos, nos molestamos cuando buscamos un poco de paz y nos invaden nuestro espacio, nos interrumpen cuando hablamos o nos cambian de canal la TV cuando estamos viendo lo que nos gusta. Si la fe en Dios solo consistiera en ir a la Iglesia, rezar y dar gracias a Dios por sus favores, sería una experiencia fácil y agradable.
No existe, por tanto, como postulaban los fariseos, un amor a Dios y otro al prójimo. No podemos decir amar a Dios si solo amamos a quienes nos caen bien, pues eso también lo hacen los que no creen en Dios. Encontrar el justo equilibrio en nuestros corazones de cómo expresamos el amor al prójimo es el gran desafío como cristianos. La gran tentación de nuestra era es continuar con la tendencia farisaica de separar el amor de Dios y de no practicar la caridad con quienes son una verdadera cruz: Este es el más grande y el primer mandamiento.
“El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” Mt 22, 39.
P. Fredy Peña T., ssp