Cuando alguien comete una falta grave no siempre sabemos cómo actuar y el Señor, pedagógicamente, nos muestra cuál es el espíritu con que se ha de afrontar. Es cierto que la comunidad no está conformada de personas perfectas y la actitud que asumimos ante los pecados del prójimo no siempre es la más adecuada. Jesús nos enseña: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado…». La primera actitud –quizás la más engorrosa– es la de perdonar e ir en busca de quien erró en calidad de quien ya perdonó, con el objeto de mostrar al otro el error e invitarlo a su reincorporación a la comunidad.
Los pasos que nos describe Jesús no son un procedimiento disciplinar, sino una aplicación de la parábola de la oveja perdida. En efecto, el buen uso de la disciplina, pero con misericordia o caridad, es vital para proteger a quien se equivocó (cf. Rom 13, 10). Porque la búsqueda de la reconciliación siempre ha de hacerse con respeto y caridad: primero, en privado, ya que quien divulga los pecados ajenos peca de arrogancia y soberbia. Segundo, si no hace caso, mostrar su falta con la presencia de testigos; y, por último, reunir a la comunidad para que, al no haber cambio, sea considerado «pagano» –no conoce al Dios verdadero– o publicano –conociendo a Dios, hace caso omiso–.
Sin duda que toda ofensa crea división y, por lo tanto, debe ser reparada. Jesús, en la Cruz, tomó la iniciativa para perdonar aun en las circunstancias más dolorosas. Debemos aprender de él para entender que es el ofendido quien ha de dar el primer paso, no porque sea más débil, sino para mostrar que la caridad facilita la reconciliación. A su vez, el ofensor deberá reconocer su buena voluntad asintiendo en qué se ha equivocado. Por
eso, el cristiano ha de ser un artesano del perdón para que, imitando a Jesús, alcance la grandeza de espíritu: corregir y ser corregido.
«Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18, 15).
P. Fredy Peña T., ssp
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