En reiteradas ocasiones, en la vida de fe, nos vemos inmersos en decidir entre la voluntad de Dios o la nuestra, que en definitiva es el gran drama del mundo creyente. La parábola que nos presenta Jesús queda casi clarificada al decir a los fariseos que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios. Estos, que eran odiados y discriminados en Israel, se anteponen a los fariseos –conocedores de la ley–; es decir, ellos están más cerca del Reino de los cielos que aquellos que se jactan de “cumplir” la ley, pero no creen en Jesús.
La parábola nos enseña lo siguiente: el amo de la viña es Dios y la viña es el Reino de los cielos. El hijo que dice “sí” y luego no cumple la voluntad de su padre son los fariseos. Esperaban el Mesías y, cuando tuvieron la oportunidad de conocerlo, lo rechazaron. Vieron las señales que Jesús realizaba como prueba de su poder y origen divino, pero no supieron discernirlas. Es como en aquel otro pasaje donde el propio Jesús les recrimina por su soberbia: “¡Cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entran ustedes, ni dejan entrar a los que quisieran” (Mt 23, 13).
En cambio, es en el hijo que dijo “no”, pero que después consecuentemente hizo la voluntad de su padre, que están representados los publicanos y las prostitutas. En efecto, estos son los postergados del pueblo de Israel, que en un principio desconocían y rechazaban el Reino de Dios, pero después conocieron la persona de Jesús y sus obras y lo reconocieron como su Mesías y Señor.
En definitiva, lo verdaderamente importante para salvarse no son las palabras, sino las obras. Las promesas que hacemos a Dios y a los demás valen siempre y cuando estas vayan acompañadas por nuestras buenas obras. De palabras nobles y bellos propósitos estamos llenos, pues nuestra respuesta a Dios se fragua en hacer como cada uno “quiere” o en realizar lo que a él le agrada.
“Pero ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él” (Mt 21, 32).
Fredy Peña Tobar, ssp