El itinerario de Jesús y su anuncio posee tres instancias decisivas: la primera, la espera de la liberación llegó a su fin. Dios está presente en Jesús, donde el camino de Dios y de los marginados es un solo proyecto. Segundo, el Señor declara que su Reino está cerca y lo personifica a través de sus enseñanzas y acciones. Y, por último, el llamado a la “conversión”, que es una adhesión incondicional a realizar las cosas que hizo el Señor, con el fin de manifestar un cambio no solo en lo moral, sino también en la apertura a la gracia de Dios, que permite la transformación de la mente, del corazón y de la conducta humana.
El Señor busca colaboradores para su cometido y anuncio. Por eso la vocación de Simón, Andrés, Santiago y Juan refleja una señal de lo que sucede cuando Dios llama, en cualquier tiempo y lugar, y ellos sienten una necesidad de cambio en la sociedad. Jesús elige personas sencillas y las llama a partir de una realidad concreta. Estos discípulos son trabajadores que se ganan la vida de una manera digna, pescando. A diferencia de otros, como cuando llamó a Leví, un recaudador de impuestos con toda la mala fama que su trabajo tenía. No obstante, el llamado de Jesús no dimensionó lo honesto o deshonesto de los oficios de sus futuros discípulos y fue igual para todos.
A veces perdemos la noción de los juicios y rechazamos a priori a las personas, sin darnos la oportunidad de conocerlas. Quizás lo que más sorprende en el llamado de Jesús es la pronta respuesta que dan sus elegidos, ya que cambian su trabajo y su entorno familiar por la persona y mensaje de Jesús. Por eso no hay vocación que no esté orientada a la “misión” y, por tanto, el llamado ha de responderse desde la libertad. Es cierto que no puede ser impuesto, sin embargo, se debe poner todo lo que cada uno es y sabe hacer al servicio de Dios.
“Jesús les dijo: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres” (Mc 1, 17).
Fredy Peña Tobar, ssp.