Jesús constata la situación que vive el Pueblo de Dios y que describe con la metáfora del rebaño sin pastor. Esta alude al pasado, cuando el pueblo, necesitado de líderes comprometidos con sus sufrimientos y necesidades, no estuvo a la altura de las circunstancias (cf. 1Rey 22, 16-17) y quedó como “oveja sin pastor”. Por eso lo constatado por Jesús posee todo un cariz de compasión que suscita aquella preocupación por los más discriminados y débiles que no tienen nada para retribuir.
Los pastores –custodios del pueblo– no han cumplido con su trabajo ni misión y han descuidado a las “ovejas perdidas”. Sabemos que, en el contexto de Jesús, el mundo religioso de Israel tenía aprecio por los cumplidores de la Ley (fariseos y escribas), pero despreciaban a todos los perdidos. Sin embargo, Jesús va en rescate, precisamente, de los que nadie quiere ver, conocer ni amar, porque, simplemente no tienen cómo recompensar.
Sin duda que ejercer la caridad cristiana no es una cuestión de voluntad, porque sin la gracia de Dios esa “voluntad” se desvanece. Por eso, para tal misión, el Señor no escoge a los Doce por sus méritos personales o porque sean mejores que los demás, sino porque cree y confía en que estos pueden ocuparse de su pueblo en actitud de servicio y no de dominio.
De este modo, Jesús vislumbra en cada enfermo a toda la humanidad sufriente: leprosos, endemoniados alejados de la salvación. Hoy persisten los mismos, pero con otros rostros: personas con adicciones, violencia, libertinaje sexual, la tiranía de las ideologías, etcétera; sin embargo, la misión y el mandato del Señor es el mismo: restituir nuestra imagen y dignidad como persona hasta que se asemeje a Dios. San Pablo afirma que la humanidad no puede salvarse por su propia cuenta, pero Dios la justifica y salva (cf. Rom 5, 6-7). Así, la Muerte y la Resurrección de Jesús son el signo inequívoco para que cada creyente se atreva a amar al modo de Jesús.
“Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36).
P. Fredy Peña T., ssp
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