Llama la atención cómo Jesús, más que invitar a los discípulos a la barca, prácticamente los obliga a subir. Es decir, manda a quienes lo siguen a que hagan las mismas cosas que él, como también que no claudiquen ante la adversidad y, por último, que lleven el Evangelio no solo a sus paisanos, sino a todos los pueblos. En medio del propio milagro en que Jesús camina sobre las aguas, les enseña estas cosas, disipando sus temores y suscitando la fe, para que crean que él es el Hijo de Dios, el Salvador.

Sin duda que los Apóstoles, ante tamaño milagro, sintieron miedo. Había que atravesar la tempestad en su frágil embarcación, que era zarandeada, y ver cómo el Señor venía hacia ellos. Su temor les hizo creer que veían un fantasma, pero el Señor les dice: “¡Tran­quilícense, soy yo; no teman!”. Es el contacto con su palabra el que da ánimo y disipa el miedo de los discípulos. En el ámbito bíblico, la expresión “ánimo” adquiere una doble connotación: tomar fuerzas después de algo que asustó e hizo desfallecer o llenarse de ánimo en vista de los desafíos futuros. La reprensión del Señor a Pedro es válida y también para todo hombre de poca fe: ¿por qué has dudado? La duda siempre será lo contrario al riesgo frente a los compromisos y desafíos. Pedimos ayuda a Jesús cuando nuestro corazón y mente están en cualquier otro lugar, pero no están llenos de confianza en él.

El miedo de los Apóstoles o del propio Pedro revela la inseguridad e inconstancia de los que, deseando vencer los obstáculos, se preocupan más por las dificultades que por la fuerza de quien es llamado y de quien lo envió, Jesús. El Señor quiere que cada perso­na sea capaz de resolver sus problemas a fuerza de fortaleza, paciencia y oración sin esperar el milagro fácil e ingenuo.

Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?» (Mt 14, 31).

Fredy Peña, SSP

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