Mientras Jesús estuvo en Jerusalén, la confrontación entre él y los fariseos junto con los del partido de los heredianos era rutina. Los del partido de Herodes apoyaban la dominación de los romanos en Palestina y los fariseos, no comprometiéndose mucho con el poder de turno, se mantenían al margen, siendo fieles a Dios y a la ley, pero sin molestar al Emperador.
La pregunta acerca del impuesto al César era distinta a muchas preguntas que le hicieran en otras oportunidades a Jesús. Aquellas se relacionaban con la ley o el amor al prójimo. Esta vez, la pregunta es de carácter político y se desprende de la situación de dependencia, por parte del poder romano, sobre el pueblo de Dios. Un signo de ese dominio era el impuesto que debían pagar, que correspondía a un denario de plata, moneda romana.
¿Está permitido pagar el impuesto al César o no? Jesús sabe que si dice que “sí” al impuesto, se ganará el odio del pueblo; si dice que “no”, será acusado de rebelde. Al ver la trampa que le han tendido, sentencia: “Den al César lo que es del César y a Dios…”. La intención de Jesús no fue insultarlos sino inquietarlos. Pero lo interesante de la pregunta no está en esto, sino en su respuesta: dar a Dios lo que es de Dios.
Jesús no nos obliga a nada; al contrario, busca en nosotros amor genuino, como el suyo, sin egoísmos. Quienes le hicieron la pregunta creían que la religión era nada más que una observancia exterior. Con sus actos, estaban levantando una pared de separación; ellos por un lado y por otro Dios y su pueblo.
Devolver al César lo que le pertenece equivale a decir no a todo poder que se absolutiza causando explotación y dominación. “Dar a Dios lo que es de él” es luchar para que todos alcancen la libertad y la vida. Como creyentes, ¿con qué cara de la moneda nos quedamos? ¿Vamos a dar a Dios lo que le pertenece?
“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. Mt 22, 21.
P. Fredy Peña T., ssp