En la parábola de los dos hijos, Jesús plantea dos preguntas: ¿Cuál de los dos hijos, según las convenciones sociales de la época, actuó de manera correcta? Y en la segunda cambia de perspectiva: ¿Cuál hizo la voluntad de su padre? En el primer hijo, que solo obedece de palabra y responde «bien», están representados los jefes de Israel, mientras que en el hijo obediente después de su negativa son acogidos los pecadores que decidieron seguir a Jesús. De algún modo, .
En el tiempo de Jesús, el legalismo solía poner la recta doctrina como uno de sus pilares, creando una mentalidad centrada solo en las apariencias. Jesús, que escudriña y sondea los corazones, sabe que el hijo verdadero es el que se negó, pero terminó por practicar la justicia y la voluntad de su padre. Porque para Dios lo que importa no es lo externo, sino lo que hay en el corazón del hombre. Es más, el que honra a Dios no es el que cumple únicamente con los rezos, los rosarios, la misa dominical o los actos de piedad. Si bien esas cosas son buenas, si no terminan en un fiel compromiso y actos concretos de caridad con el prójimo no sirven de nada.
Debemos estar atentos a no ser tentados como el hijo que respondió correctamente, porque podemos caer en la presunción de que no necesitamos conversión, en la desidia de no advertir los propios pecados y defectos o justificar las debilidades sin intentar una renovación espiritual o, lo que es peor, pensar que la conversión y la penitencia son para los demás, pero no para mí. Sin duda que Jesús quiere desenmascarar la hipocresía de los que le dicen «sí» (sacerdotes y fariseos) y acoger o perdonar a aquellos que, sintiéndose pecadores, luchan por alcanzar una sincera conversión.
«Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios» (Mt 21, 31).
P. Fredy Peña T., ssp
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