Dios nos ha confiado la urgencia de instaurar y promover su Reino de justicia. Pero a veces se administra como a quien se le da la gana o actuamos como “inquilinos” de un lugar, al cual se desatiende sin importar qué cuidados necesita. En el Reino de Jesús, toda ayuda al prójimo es como si se le hiciera a él mismo. Él no quiere ni apagar nuestra curiosidad ni suscitar nuestro miedo; lo que desea es fomentar un comportamiento sobrio y orientado hacia una vida como la describe en las Bienaventuranzas.
Para los incrédulos es impensable un juicio como ajuste de cuentas; sin embargo, Jesús señala quiénes actuaron conforme a la justicia del Reino. En el día del juicio, separará a los justos de los injustos; esta “separación” no busca atemorizar a nadie, sino que es la verdad de sus palabras al considerar “felices” a quienes lucharon por la justicia de Dios sin hacer la propia. Los que renunciaron a ser llamados “benditos de mi Padre”, coronaron su vida presente de muy buenas intenciones por otras tantas buenas razones para justificar sus faltas de amor.
El juicio final es la revelación última del sentido de nuestras acciones a favor o en contra del Reino de Jesús. Nadie puede pretender “no pasar” por él. Cada uno será juzgado según el criterio que Jesús establece y a cada uno le presentará su destino eterno. Ese “criterio” será en nombre de la caridad. Por eso, los necesitados no pueden identificarse por sí mismos con Jesús; es él quien se identifica con ellos. Porque detrás de cada hombre pequeño y débil, está Jesús para mostrar la fragilidad humana, que se traduce en misericordia y solidaridad sobre aquellos que hoy nos dicen: porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer.
“Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino…”. Mt 25, 34.
P. Fredy Peña T., ssp