El relato del evangelio contempla una interrogante a Juan Bautista sobre su posible mesianismo, si era o no el profeta esperado por el pueblo de Israel. La predicación del Bautista sin duda que era “Buena Noticia”, pero no escatimaba en alusiones acerca del castigo y a la necesidad de conversión. Esa conversión solo podía mostrarse por medio del “testimonio”, es decir, ¿cómo se puede dar testimonio de la luz? Sabemos que en el Antiguo Testamento los conceptos de “vida” y de “luz”, si bien no son sinónimos, están íntimamente entrelazados y ambos se ciernen sobre la palabra o sabiduría de Dios. La “luz” conduce a la “vida” y a través de esta se “vive” la vida verdadera.
Entonces, ¿cómo se puede mejorar la luz interna o la de la fe? Porque no todos vemos lo mismo, incluso cuando la luz es diáfana lo que vemos puede ser muy limitado. A veces, cada persona ve lo que quiere ver e ignora lo que no le conviene. Además, casi siempre aquello que ve lo juzga según sus propios intereses o desde la dimensión racional. Con la persona de Jesús comienza algo muy novedoso, porque él no habla de una ira inminente contra el pecador, sino que invita a la confianza total en Dios Padre, que abre el corazón del hombre y le permite ver las cosas con los criterios de Dios y no únicamente con los criterios humanos.
Juan Bautista es consciente de que para ver a Jesús como el “profeta” o “mesías” esperado era necesaria la luz interior de la fe. Y en este sentido, como creyentes vacilamos y ponemos en tela de juicio las cosas de Dios. Al igual que los fariseos y los saduceos, que siempre veían en las acciones y palabras de Jesús “algo” para ser cuestionado. Son muchos los que no entienden cuál es la importancia de creer en Dios. La luz de la fe se prueba por el hecho de que cada creyente comprende que ver la vida y sus vicisitudes aferrado a Dios tiene un cariz distinto que solo lo otorga la luz de la fe.
“¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?” (Jn 1, 25).
Fredy Peña T., ssp