El episodio de la Ascensión muestra al Señor lleno de poder y como Salvador que sube al cielo. Pero también es percibirlo por siempre en medio de la Comunidad cristiana. Jesús ha vuelto a la casa de su Padre. No obstante, se quedó con nosotros de una manera especial, él es nuestro vínculo de unión con el Padre de los cielos, mediador e intercesor y el único sacerdote que comparte su sacerdocio real con los bautizados y el sacerdocio de servicio con los ministros ordenados. Ante una sociedad hostil e indiferente con Dios, es la Comunidad cristiana la que, mediante la práctica de la caridad, tiene el gran desafío de mostrar al Jesús que nos reveló al Padre.
Los primeros cristianos releyeron el Antiguo Testamento a la luz de los acontecimientos pascuales y descubrieron que Jesús, con su amor al prójimo, se constituía en el centro de la Palabra de Dios. Es desde esa relectura que nació la misión de la Comunidad cristiana a la cual somos todos invitados. Sí, somos los continuadores de la obra de Jesús, llamados a manifestar en palabras y gestos liberadores que el sacrificio de Jesús en la Cruz no fue en vano. Por tanto, solo así se entiende que la Ascensión del Señor es el culmen del camino liberador del hijo de Dios, la plenitud de la Pascua.
Jesús pertenece a la esfera de Dios, que por medio de su Espíritu se manifiesta en aquellos que lo aman y cumplen su palabra. Pero también es el Sumo Sacerdote que, derramando su Sangre, entró en la vida con Dios. Él no hizo un viaje a las nubes para saber dónde mora su Padre, sino que alcanzó la comunión entre él y su Padre de una manera definitiva y plena. Los creyentes, en el acontecimiento de la Ascensión, tenemos la oportunidad de vislumbrar una señal de esperanza, capaz de sostener la difícil tarea de ser testigos creíbles, apasionados y enamorados de Jesús.
“Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido” (Lc 24, 48-49).
P. Fredy Peña T., ssp