El relato del ciego de nacimiento muestra que Jesús es el agua que lava las necedades del hombre y la luz que ilumina la fe. Este episodio era utilizado en la catequesis bautismal de la comunidad primitiva, la cual enseñaba que la ceguera era la alienación y el pecado y el bautismo constituía la luz de la fe. Los discípulos preguntan el porqué de la ceguera, ¿quién había pecado, el ciego o sus padres? Ni él ni sus padres… responde Jesús. Para el Señor no era correcto asociar enfermedad con pecado o castigo de Dios. Es decir, la enfermedad no es sinónimo de un pecado precedente, sino que esta es una oportunidad para que Dios manifieste su bondad. Es más, puede convertirse en una escuela de la esperanza.
En tiempos de Jesús, el hombre ciego quedaba apartado de la vida pública, era considerado impuro y no podía entrar en el Templo. Jesús, que es la luz del mundo, al hacer barro con su saliva, crea al hombre nuevo y le dice “Ve a lavarte a la piscina…”. Es como en el bautismo: una vez bautizado, el creyente, recupera la vista que había perdido a causa del pecado.
En la figura del ciego se simboliza al hombre que no cree, que no ve o no quiere ver y, por tanto, está como muerto a la vida con Dios. Por su parte, los fariseos se dividen entre los que protestan porque el milagro trasgrede el sábado y los que asienten al milagro porque un hombre pecador no lo puede hacer, pero continúan en la duda y no se comprometen más allá. Y es que su ceguera ideológica impide ver el portento realizado por Jesús. A veces la ideología religiosa mata el espíritu y conlleva a una mayor cerrazón.
Creer en el Hijo del hombre es romper con la ceguera de los prejuicios o ideas fijas, como las tenían los fariseos. Hay que erradicar el fariseo que llevamos interiormente para abrir nuestra mente y corazón a las maravillas de Dios.
“Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: «Vemos», su pecado permanece” (Jn 9, 41).
P. Fredy Peña T.