La parábola del “poseedor necio” describe al hombre que basa su seguridad en la acumulación de bienes o cosas materiales y fija su atención en la actitud instintiva del hombre, que ya no percibe la paternidad de Dios. Su temor a la muerte es tal, que lo primero que busca es garantizarse la satisfacción de las necesidades primarias y hacer depender su vida de lo que tiene en lugar de valorarla por lo que él es.
En la Palestina de los tiempos de Jesús había dos sistemas económicos contrapuestos: el de las relaciones de las aldeas y el de las ciudades. El primero estaba basado en el intercambio y la participación, mientras que en el segundo valía la ley del más fuerte, de quien tenía las mejores oportunidades, generando la exclusión y la marginación con sus consecuencias: mendicidad, violencia, robo, etcétera. En este sentido, el “poseedor necio” pertenece al sistema de relaciones de la ciudad, basado en la concentración. Pero Jesús no se pone del lado de la “concentración” sino de la “participación”, porque sabe que tarde o temprano la “acumulación” lleva a una pérdida del sentido de la vida para quien acumula y también para quienes son despojados.
Por tanto, la parábola nos alerta a la hora de “acumular” bienes, lo que no significa que poseerlos sea malo, sino que lo malo está en que el valor de la persona se sustente en lo que posee. El “poseedor necio” se ha olvidado de la búsqueda del reinado de Dios como presupuesto fundamental para la vivencia de las relaciones justas y también para gozar del valor principal del hombre: el don de la vida. Dios quiere la vida para todos. El bienestar de algunos logrado a costa de la explotación de otros no es don de Dios y no es vida, porque esta viene de Dios y la vida cobra su real sentido cuando es compartida.
“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?” (Lc 12, 20).
P. Fredy Peña T., ssp