Hoy celebramos la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia: el cumplimiento de la promesa que Jesús hiciera a sus Apóstoles y la culminación del misterio pascual. El relato no nos presenta una historia o la cronología del hecho, pero sí un acontecimiento teológico y de gran experiencia de fe. Tristeza, miedo e inseguridad reina entre los discípulos, pero Jesús muestra sus manos y el costado para señalar que su naturaleza divina no se contrapone a la realidad y sopla infundiendo sobre ellos la vida de Dios a través del Espíritu Santo.
Así como el Padre nos dio a su Hijo, ahora entrega el Espíritu Santo para que dé vida, amor y perdón para el que cree. El poder de perdonar los pecados, que es una extensión del poder de Dios, posibilita hacer cosas que únicamente pueden ser hechas por Dios. Ese poder fue concedido a la Iglesia y sus ministros, quienes asistidos por el mismo Espíritu Santo, “administran” ese poder no para condenar, sino para manifestar la misericordia de Dios. La gran misión del Espíritu Santo es que cada creyente se cristifique, es decir, piense y ame como Jesús. Cuán necesaria es la recta conciencia, la limpieza de corazón y la voluntad para alcanzar la sincera conversión, la santidad de vida y una fecunda misión.
El Espíritu Santo no es un enemigo del alma, al contrario, con él hay que tener intimidad, oración y adoración: “hay que hospedarlo para que anide en el corazón y deje de ser un huésped ocasional”. Sin apertura al Espíritu Santo se produce un vacío de espíritu, disminuye la fe y se debilita la esperanza. Además, el propio creyente y la Iglesia pierden creatividad evangélica y dejan de ser aire salvífico para los demás. Con el Espíritu Santo se supera el temor que tienen muchos cristianos: viven una fe en privado, asisten al culto, pero sin testimoniar públicamente, con su vida, que son discípulos de Cristo resucitado.
Fredy Peña Tobar, ssp