Una vez más, el Señor continúa llamándonos a permanecer en él y nos revela el mandamiento del amor. Afirma que dos grandes frutos se obtienen al estar con él: el amor y la obediencia a Dios. Tanto el amor como la propia obediencia no se excluyen sino que se complementan. Por eso la importancia de estar aferrados a la vid verdadera, Jesús, porque sin él, la naturaleza humana desvirtúa el amor auténtico.
Es cierto que nadie puede exigir a otro que lo ame, ni siquiera Dios nos obliga amarlo o amar a los demás y esto porque el amor, al igual que la fe, no se impone. Dice Jesús: como el Padre me amó, también yo los he amado… Causa alegría saber que Jesús ama a sus discípulos así como él es amado por el Padre, y que nadie tiene mayor amor que aquel que entrega su vida por quienes ama. Dicho de esta manera es hermoso, pero como creyentes y frágiles, sentimos la limitación de nuestra naturaleza humana: ¿Cómo amar como Dios ama? ¿Es posible estar convencidos de que la alegría y el amor, van siempre de la mano?
Con frecuencia, percibimos que no abunda la gente feliz de verdad y por distintas razones, como una pandemia, una crisis económica, un estallido social o una guerra; o bien, por una cuestión más existencial: la inmadurez personal, el vacío interior o la incapacidad de amar. En efecto, más allá de estas limitaciones, hay una que todavía no alcanzamos a comprender: la falta de apertura al amor de Dios. Es verdad que todos, alguna vez, experimentamos un fondo de insatisfacción o una añoranza de felicidad, pero mientras Jesús no sea la respuesta a esa falta de apertura y capacidad de amar como Dios ama, vagaremos en la insatisfacción y la tristeza. Solo en Jesús se encuentra el amor comprometido y valiente, el amor que no excluye el sufrimiento, el amor sacrificial que redime.
Fredy Peña Tobar, ssp
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