Jesús descalifica los celos misioneros de san Juan; si bien los discípulos constituyen el grupo más cercano del Maestro, pero no son los depositarios exclusivos del anuncio del Reino y, por tanto, la acción del Espíritu Santo no se puede coartar ni limitar. En este sentido, la Iglesia es consciente de que su papel de mediadora entre Dios y los hombres es real y verdadero, pero nadie puede atar al Espíritu que sopla donde y cuando quiere. Vivir la fe desde esta perspectiva no es minimizar el cristianismo ni relativizar la función y misión de la Iglesia, sino estar abiertos a la acción del Espíritu.
Porque la universalidad del evangelio no se refiere solo a los destinatarios, sino también a los agentes. Cada creyente ha de ser consciente que la “gracia de Dios” no debe ser ocasión de celos, envidias, rivalidades, sino de actitudes maduras, sanas y complementarias en la fe.
Por otra parte, en la segunda instrucción a sus discípulos, Jesús defiende a los más “pequeños” de todo tipo de corrupción, daño o abuso. Al afirmar que no se debe “escandalizar” a nadie, manifiesta una seria advertencia a los que, con su comportamiento o locuacidad, inducen al pecado a los que son más débiles. Por eso, reitera la gravedad de estas faltas que llevan al pecado mortal y usa expresiones metafóricas para recalcar que es mejor “entrar manco, cojo, tuerto al Reino…”. Es decir, hay que erradicar el pecado de la vida de fe y llevar a cabo actos de grandeza que, como creyentes, confirmen nuestra opción por el proyecto de Jesús. Porque la grandeza del hombre no está en lo que hace, sino cómo lo hace. Si pone o no el amor, el respeto, la dignidad y la magnanimidad a sus actos, pues en eso se fragua el ser o no ser discípulos de Jesús.
«Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar» (Mc 9, 42).