El Domingo de Ramos es el acontecimiento que nos conduce a la Semana Santa, donde Jesús se encamina a la culminación de su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir con la voluntad de su Padre y sellar, con la cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos. Durante este recorrido, Jesús ha manifestado su misericordia y el perdón, acogiendo a los pecadores, rescatando a los extraviados y ayudando a los más débiles y discriminados. Pero también ha sido objeto de alegría su anuncio y así lo han experimentado quienes han sido sanados y tocados por su amor.
En el itinerario de este viaje, la alegría y el júbilo de su mensaje ha sido despertar la fe de los hombres que encuentran el sentido de la vida en su propia Palabra. Así, se describe cómo el Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios que había hecho a Abraham, el padre de todos los creyentes: “Haré de ti una gran nación, te bendeciré…” (Gn 12, 2-3). Es la promesa que Israel siempre había tenido presente en la oración, especialmente en la oración de los salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre a su llegada a Jerusalén como bendito es al mismo tiempo aquel en el cual será bendecida toda la humanidad. A la luz de Cristo, la humanidad se reconoce profundamente unida y bendecida, una bendición que todo lo penetra, lo sostiene, lo redime y lo santifica.
Ante esta realidad, preguntémonos: ¿Cuáles son las expectativas y los deseos más profundos que nos llevan a celebrar el Domingo de Ramos e iniciar la Semana Santa? Tenemos esta semana para descubrir aquello y expresar al Señor, en el intertanto, dos sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su “hosanna”; y el agradecimiento, porque en Semana Santa el Señor Jesús renueva el don más grande que podamos imaginar: “su vida, su Cuerpo y Sangre, y su amor”. Sin embargo, ante un don tan excelso hay que corresponder con el don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestra oración y estar en comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros.
“Jesús, con un grito, exclamó: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’. Y diciendo esto, expiró” (Lc 23, 46).
Complementa tu reflexión personal al Evangelio del domingo con estos aportes de SAN PABLO: