El desafío que nos plantea el evangelio de hoy es una provocación al amor y a la buena voluntad de las personas. Porque la propuesta de Jesús es la instauración de una sociedad que se construye sobre la base de los vínculos, del consenso entre las personas, es decir, en la caridad cristiana. Bajo esta premisa, el Señor nos muestra que no hay mérito en amar a quien nos ama, porque eso también lo hacen los pecadores. El creyente, sin embargo, está llamado a amar a sus enemigos. Hacer el bien y prestar sin esperar nada a cambio, sin intereses ni retribuciones.
El evangelio es una novedad difícil de llevar adelante. Pero qué significa ir detrás de Jesús. Alguien, puede decir: ¡Pero, no me siento capaz de hacerlo! ¡¿Cómo amo a mis enemigos?! Solamente un corazón misericordioso puede hacer todo aquello que el Señor aconseja. La vida cristiana no es una vida autorreferencial; es una vida que sale de sí misma para darse a los otros. Es un don, es amor y este amor no vuelve sobre sí mismo, no es egoísta: se da.
En nuestra sociedad, decimos amar a quienes nos aman. Hacemos el bien a quienes nos lo hacen y somos generosos en la medida que haya reciprocidad. Pero obrando así, ¿qué es lo que nos distingue de los que no tienen fe? Al cristiano se le pide “algo más”: amar al prójimo, hacer el bien y prestar sin esperar recompensa. Porque se supone que eso es lo que hace Dios con sus hijos. Esta es la utopía evangélica que propone Jesús, el amor a todos, como el de su Padre: “que hace salir el sol sobre malos y buenos”. Adelantarnos para hacer el bien es una forma de despertar en el corazón de los otros sentimientos de perdón, de generosidad, de paz y de alegría. Así nos vamos pareciendo al Padre del cielo y formando en la tierra la familia de los hijos de Dios.
“Si aman a aquellos que los aman, ¿qué mérito tienen? Porque hasta los pecadores aman a aquellos que los aman” (Lc 6, 32).
Fredy Peña Tobar, ssp.