La pregunta sobre el primero de los mandamientos equivale a decir: ¿Qué es lo importante para Dios en cualquier circunstancia? En los tiempos de Jesús, no era fácil establecer prioridades, sobre todo, con 613 prescripciones impuestas por la tradición rabínica, donde 365 eran prohibiciones y 248 mandatos. Incluso, algunos defendían el precepto sabático como el más importante y el mayor. Los doctores de la ley hacían sentir esta disposición al pueblo, ya que tenían una fuerte influencia sobre la conciencia de las personas.
Ante la pregunta, Jesús responde: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón… y al prójimo como a ti mismo”. Esta máxima de amor al prójimo no está indicando una acción perentoria, con carácter de urgencia, sino una tarea que debemos realizar como creyentes y que lleva toda una vida. Por tanto, si recitamos solo fórmulas de oración, si hacemos las cosas por cumplir con alguna responsabilidad y sin comprometernos de manera vinculante, entonces no amamos realmente. Porque el verdadero amor es aquel que pone en juego la propia persona y toma sus riesgos. El amor al prójimo es la donación de la persona a Dios con todas sus capacidades. Sin duda que la invitación de Jesús reclama “algo más” siempre, más cuando la práctica de la caridad ha de hacerse en medio de las diferencias.
La consigna “Amarás a tu prójimo…” nos interpela porque aquel amor que nos tenemos a nosotros mismos es presentado como el criterio para el amor que hemos de tener hacia nuestro prójimo. Pero el mandato de Jesús no pretende nivelarnos a todos, sino que parte de la premisa de que cada persona posee un valor y dignidad en sí misma. Por tanto, nos exige: respetar al prójimo, ayudarlo según nuestras posibilidades y de ningún modo instrumentalizarlo para nuestro servicio.
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: “Tú no estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12, 34).
P. Fredy Peña T., ssp