Sin duda que nuestro camino de fe está unido indisolublemente al de la Virgen María. Paradójicamente, cuando la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades, miedos e incertidumbres, Jesús les confió a aquella mujer. Su «sí» a Dios fue incondicional y fiel hasta entregar a su Hijo. Al morir Jesús, María se convierte en nuestra Madre y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres –buenos y malos– y para amarlos al modo de Jesús. Al pie de la cruz, María mantiene encendida la llama de la fe y la irradia con afecto materno a los demás, para que sus hijos no lleguen a la desesperanza ni pierdan la alegría de vivir.
Este acontecimiento a los pies de la cruz no solo es un acto de piedad filial de Jesús hacia su Madre, sino que es una verdadera revelación de su maternidad espiritual. Así, la Iglesia que se funda por la fe en la Palabra de Dios es la «comunidad» que nace al pie de la cruz. Ella realiza la misión del nuevo Pueblo de Dios, que reiteradamente es contemplado como mujer y pueblo (cf. Is 26, 17; 43, 5ss). Por eso, el sacrificio de Jesús en la cruz no puede ser visto como fruto de un accidente o de un engaño, sino como la mayor expresión de la entrega que él hace de su propia vida. Él comunica sus palabras con la afirmación categórica de que «Todo se ha cumplido» y de que la obra que debía realizar no quedó sin cumplirse.
Por eso, María al pie de la cruz sella el «He aquí la esclava del Señor…» y manifiesta el coraje con que el cristiano debe aprender a convivir con el dolor, pues este no es un maldito hijo del pecado que nos atormenta despiadadamente, sino que es el precio del amor que debemos pagar cuando somos consecuentes. Además, el dolor no es el castigo de un dios que se solaza con el sufrimiento de sus hijos, si no ¡qué dios sería ese! No obstante, del mal o el dolor, siempre podemos sacar una lección cuando lo aceptamos por amor y hacemos como María: «Miró la cruz y a su Hijo y ofreció su dolor por todos nosotros».
Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27).
P. Fredy Peña T., ssp
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