En Adviento, la Iglesia cambia el ciclo litúrgico –pasamos al «B»– y se prepara a las solemnidades navideñas con la Encarnación del Hijo de Dios, pero también dispone los corazones hacia la espera de la Segunda venida de Cristo al final de los tiempos. Así, el Adviento evidencia la manifestación gloriosa y definitiva del Señor como juez-salvador y que llama a la comunidad cristiana a vivir determinadas actitudes espirituales, como la «vigilante y gozosa espera» y, al mismo tiempo, la «conversión».
Estas actitudes espirituales no difieren mucho con las que el propio Jesús alude en su discurso acerca de la «higuera» o «el día y la hora». En él señala a sus discípulos que deben estar atentos y expectantes para la próxima Venida del Hijo del hombre. Además, les afirma que lo importante no es alimentar la pasividad, el conformismo y el miedo, esperando el «fin del mundo», sino aprender a discernir los acontecimientos desde la mirada y el querer de Dios.
Las palabras de Jesús no buscan alarmar, atemorizar o sembrar el terror, sino crear una sana motivación en el creyente. Por supuesto que no es para vivir angustiados, sino para ser cautelosos y saber reconocerlo en medio nuestro. Es cierto, que el Adviento nos remite a las venidas de Jesús como su Encarnación o su presencia permanente en la comunidad, por medio de su Espíritu Santo. En este sentido, Cristo vino ayer, pero viene también hoy y vendrá mañana. Sin duda, que esta es una noticia extraordinaria porque no esperamos algo, esperamos a Alguien. No anhelamos una espera sino una Esperanza, como tampoco unos bienes sino al Bien Absoluto. Por eso hemos de preocuparnos más no tanto por cuándo vendrá el Señor, sino qué estamos haciendo para encontrarlo en nuestra vida cotidiana.
«Tengan cuidado y estén prevenidos, porque no saben cuándo llegará el momento» (Mc 13, 33).
P. Fredy Peña T., ssp
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