Las tentaciones de Jesús son como un preludio para comprender cuál es el nuevo mesianismo que Dios propone a Israel: el davídico, fundado en el poder, el prestigio, las soluciones fáciles y rápidas; o el mesianismo del Siervo sufriente, que carga con los pecados del hombre y vive en solidaridad con los pobres y excluidos. Porque donde Israel había sucumbido, ahora Jesús, al superar las tentaciones, sale victorioso y cumple fielmente la misión encomendada por su Padre.
En la primera tentación, Jesús es invitado a buscar el alimento fuera de Dios y a reducir el Reino de Dios al bienestar económico. Al pedirle que “convierta las piedras en pan” es tentado a no aceptar los límites de su humanidad encarnada. Es pretender forzar la mano de Dios para abandonarse a una mentalidad milagrera. Misma situación corre para la segunda tentación, “Si eres Hijo de Dios…”: Jesús es manipulado para utilizar su condición de Hijo y así Dios se coloque a su disposición. Es decir, para el tentador, ser Hijo de Dios equivale a tener poder y gloria; en cambio, para Jesús es llevar a cabo fielmente la voluntad de su Padre.
Finalmente, Jesús es llevado a renegar de Dios para someterse a los poderes de este mundo: “Te daré todo esto…”. En efecto, el maligno menosprecia a Jesús y lo seduce con aquello que, muchas veces, arruina al hombre: el poder y la riqueza. Al igual que Jesús, como Iglesia, cada creyente vive y padece sus tentaciones. Porque es tentado por el materialismo reinante, por transitar por el camino fácil, buscando el milagro oportuno o por vivir una fe individualista y sin compromiso alguno con los más excluidos. Por eso la desobediencia al plan de Dios trae como consecuencia una deshumanización que nos aleja de él. Solo el rechazo a las tentaciones hace posible una “humanización” de nuestros vínculos y de nuestra relación con Dios.
“Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto” (Mt 4, 10).
P. Fredy Peña T., ssp