La celebración de este domingo nos prepara a vivir los grandes misterios pascuales y enfatiza la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y el inicio de su Pasión. Esa entrada triunfal, simbolizada por los ramos de olivo, debe entenderse como una señal que proclama la realeza mesiánica del Señor más que un signo de bendición y protección divina. Es sabido que los peregrinos que asistían a la fiesta de la pascua, iban a pie. Pero Jesús quiere dar señales de un mesianismo distinto, sin séquito ni guardia real y entra montado en un asno, que simboliza la sencillez y la humildad de un “servidor”.
No obstante, ni los más cercanos a Jesús entendieron su mesianismo, ya que quedaron presos de sus nacionalismos y la idea de instituir el reino del rey David o del propio Salomón. Jesús no venía para eso, él quiere instaurar el Reino de Dios y no otro reino. Hoy, somos testigos de que el Reino de paz, de justicia, de fraternidad y de amor querido por Jesús es absorbido por los de un Reino sin Dios. En efecto, todo lo vivido por Jesús en su Pasión desvela las miserias humanas que vemos hoy: dirigentes religiosos que quieren matarlo antes de juzgarlo, jueces que no buscan la verdad sino cualquier subterfugio para condenarlo, la traición por uno de sus discípulos y la falta de solidaridad de estos, ya que lo dejan solo en sus horas más críticas y después de ser capturado.
La Pasión de Jesús devela la figura del justo que es arbitrariamente condenado. Quienes se burlaron de él y continúan hasta hoy, no han comprendido cómo ama Dios. Si el amor es la verdad de Dios, entonces la cruz es el símbolo del amor más grande expresado por alguien en favor de su prójimo. Por eso que la resurrección de Jesús no es el final de una aventura, sino el comienzo de una historia que la escribe cada cristiano.
¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!» (Mc 15, 39).
Fredy Peña Tobar, ssp.