Fue el papa Urbano IV (s. XIII) quien ordenó que se celebrara en toda la cristiandad la solemnidad de Corpus Christi. Su objetivo era refutar las herejías de la época, reparar en el cómo se recibía la Comunión y conmemorar la institución del sacramento. Luego, el Concilio de Trento determinó que no solo se hiciese una fiesta particular de la santa Eucaristía sino que también se llevara en procesión al Santísimo, exhibiéndolo por las calles y plazas públicas.
Aclarado el origen de la fiesta, vemos a Jesús que invita a los apóstoles a un lugar apartado; no obstante, la gente casi lo acosaba con sus necesidades, pero los discípulos poco o nada entendían el porqué de que su Maestro acogía y curaba a las personas. Ahora es el desierto el lugar donde Jesús atrae al pueblo para celebrar allí el banquete de la vida y revive un nuevo éxodo, en el cual el pueblo lo sigue como el nuevo Moisés. No obstante, sin ser comprendido, vence la tentación de los apóstoles y opta por dar continuidad a la instauración de su Reino, solidarizándose con los demás.
Jesús ve en la actitud egoísta de sus discípulos la misma que ostentaban los poderosos de la época y los de hoy. Poco les importaba la situación precaria y de hambre que vivía el pueblo. Por eso, Jesús les traspasa el problema a los discípulos para que se hagan cargo, o sea, solidaricen: “Denles de comer ustedes mismos”.
Ante la negativa y falta de compromiso de sus discípulos, los gestos y acciones de Jesús hacen visible y palpable la realidad del Reino. Si bien Jesús pudo hacer que todos comieran, no podemos plantearlo únicamente como el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, puesto que el gran “milagro” está en que la solidaridad fue despertada para que otros comieran hasta saciarse. Es decir, a veces, para que ocurra algún portento basta con un pequeño gesto de desprendimiento y una actitud caritativa de compartir lo mucho o poco que se tiene.
“Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas” (Lc 9, 17)
P. Fredy Peña T., ssp