La soberbia fue el tema abordado por el Papa Francisco en la catequesis que desarrolló el día de hoy, en la tradicional audiencia de los días miércoles. Ante los fieles congregados en la plaza de San Pedro, el Papa recordó a los presentes que Jesús mismo menciona este vicio como uno de los males que provienen del corazón del hombre. En síntesis, podemos decir que la persona soberbia se considera superior a los demás y desea que todos reconozcan sus méritos; en su interior se esconde la pretensión de querer ser como Dios, tal como vemos en el pecado de Adán y Eva, relatado en el libro del Génesis.
El Santo Padre manifestó también que este vicio destruye la fraternidad, en la medida que el soberbio no se relaciona con los demás en un plano de igualdad, sino que los trata como inferiores, emitiendo juicios en contra de ellos. En el Evangelio encontramos ejemplos de personas así, presuntuosas y seguras de sí mismas, como el mismo apóstol Pedro, quien creía que nunca negaría al Maestro. A esas personas Jesús las medica con el remedio de la humildad, enseñándonos que la salvación no está en nuestras propias manos, sino que es un don gratuito que Dios nos quiere regalar.
“Analizando las locuras del hombre, los monjes de la antigüedad reconocían un cierto orden en la secuencia de los males: se empieza por los pecados más groseros, como la gula, y se llega a los monstruos más inquietantes. De todos los vicios, la soberbia es la gran reina. No es casualidad que, en la Divina Comedia, Dante lo sitúe en el primer círculo del purgatorio: quien cede a este vicio está lejos de Dios, y la enmienda de este mal requiere tiempo y esfuerzo, más que cualquier otra batalla a la que esté llamado el cristiano”, explicó el Pontífice.
Francisco manifestó que existen una serie de síntomas que revelan que una persona ha sucumbido al vicio de la soberbia. En primer lugar, planteó, el hombre orgulloso es altivo y “tiene una “dura cerviz”, es decir, tiene un cuello rígido que no se dobla”. Además, juzga despreciativamente: por una nadería, emite juicios irrevocables sobre los demás, quienes le parecen irremediablemente ineptos e incapaces. En su arrogancia, olvida que Jesús en los Evangelios nos dio muy pocos preceptos morales, pero en uno de ellos fue inflexible: no juzgar nunca.
“Te das cuenta de que estás tratando con una persona orgullosa cuando, si le haces una pequeña crítica constructiva, o un comentario totalmente inofensivo, reacciona de forma exagerada, como si alguien hubiera ofendido su majestad: monta en cólera, grita, rompe relaciones con los demás de forma resentida”, precisó el Obispo de Roma.
El Papa indicó también que es muy poco lo que se puede hacer con una persona enferma de soberbia, ya que es imposible hablar con ella y mucho menos corregirla: hay que tener paciencia porque, tarde o temprano, su edificio se derrumbará.
“En los Evangelios, Jesús trata con muchas personas orgullosas, y a menudo fue a desenterrar este vicio incluso en personas que lo ocultaban muy bien. Pedro alardea al máximo su fidelidad: “Aunque todos te abandonen, yo no lo haré”. Sin embargo, pronto experimentará que es como los demás, también él temeroso ante la muerte que no imaginaba que pudiera estar tan cerca. Y así, el segundo Pedro, el que ya no levanta el mentón, sino que llora lágrimas saladas, será medicado por Jesús y será por fin apto para soportar el peso de la Iglesia”, explicó.
El Santo Padre sostuvo que el único remedio disponible para hacer frente a la soberbia es la humildad, reflejada, por ejemplo, en la oración de María en el Magnificat, en donde da testimonio del Dios que “dispersa con su poder a los soberbios en los pensamientos enfermos de sus corazones“. El Vicario de Cristo citó luego al apóstol Santiago, quien escribió lo siguiente a una comunidad herida por las luchas internas originadas en el orgullo: “Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes les da su gracia“.
Francisco cerró su catequesis invitando a los cristianos a que “aprovechemos esta Cuaresma para luchar contra nuestra soberbia”, y pedirle también a María “que nos ayude a proclamar con nuestra vida el Magníficat, para poder ser testigos de la alegría del Evangelio con humildad y sencillez de corazón”.