“¡Qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran” Mt 7, 14.
Desde pequeños tenemos que aprender a caminar y a desplazarnos con nuestras propias fuerzas hacia distintos lugares. A veces no nos resulta fácil, pero cuando aprendemos –si no tenemos alguna dificultad física–, nos movemos una y otra vez hacia donde queremos.
Además, dentro del proceso de la vida, debemos aprender a caminar con aquellas cosas que van formando parte de nuestro ser, de la personalidad que se va forjando en nosotros. Esto implica conocimiento personal y un suficiente deseo de aceptación.
Es en este contexto, en donde y desde donde, se va construyendo la relación con los demás, con la naturaleza y con Dios. Es un camino de profundización de la vida, de cómo vivirla y hacia donde encaminarla. El discernimiento, entonces, tendrá que ver con la manera personal con que enfrentamos las situaciones, de qué modo nos afectan, cómo debemos responder a ellas y qué ayudas necesitamos para vivirlas. Es el tema de la ‘Ayuda para el espíritu’ que entregamos a ustedes.
Estar en camino…
“Camino”, palabra familiar y también humilde que evoca la existencia de un origen y un destino y, entre ambos, de una aventura: la aventura de nuestro caminar, hecha de asaltos y de extravíos, y también de encuentros y de momentos inolvidables que nos confortan a lo largo del recorrido.
Precisando un poco más, podemos distinguir dos orígenes en el camino cristiano: el primero, el más remoto, común a todos los humanos, a la vez que distinto para cada uno, se sitúa en aquel principio de nuestras vidas que ninguno de nosotros ha elegido y en el que se nos dio el ser como don total, único, que nos hace ser a cada uno con su especificidad. Y un segundo origen, cuando se descubre que este don es también tarea: la tarea de convertir ese don recibido en una ofrenda cada vez más total, como total ha sido el don recibido. Este segundo origen de nuestro camino, que es propiamente el origen del caminar cristiano, tiene para algunos en su vida una fecha muy determinada, ligada a una experiencia o a una situación muy concreta, identificable en el tiempo y en el espacio. Le llamamos «conversión», y es el paso de verterse sobre uno mismo a verterse en Dios. Este descentramiento es capital para empezar a caminar verdaderamente: salir del propio encurvamiento sobre sí para entrar en la apertura de Dios. Nuestra propia especificidad, que recibimos con el don de la vida y que es la que nos da vida propia, sólo la hacemos fecunda cuando la entregamos. Para otros es difícil identificar el momento en que empezó el éxodo de sí mismos hacia Dios. En ellos, la meta del camino, ser hijos en el Hijo, estuvo presente desde el principio, y no sabrían identificar un origen preciso en su decisión de verterse –perdiéndose– en el abismo de Dios.
En cualquier caso, iniciada la aventura, todos pasamos por semejantes asaltos y reposos hasta el momento en que unamos definitivamente nuestro pobre ser con el Ser de Dios.
Los Padres del Desierto fueron hábiles exploradores de esas sendas que parten y se adentran en el corazón. Parten del corazón, porque es allí donde se produce la conversión. Pero se adentran de nuevo en el corazón, porque ese éxodo hacia Dios y hacia los demás se realiza en las propias profundidades, allí donde Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos: «El Reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21), había dicho ya Jesús antes que san Agustín.
Siglos más tarde, una mujer, Teresa, la de Jesús, mostró que el camino acababa en la séptima estancia, oculta en lo más hondo del alma. Y un hombre, Juan, el de la Cruz, lo haría culminar en la cumbre desnuda del Carmelo. Una forma femenina y otra masculina de referirse a una misma realidad: el itinerario de la fe, que se adentra en la cálida intimidad de la interioridad, pero que al mismo tiempo se expone a la austera intemperie del despojo. Expresadas con sensibilidades diferentes, ambas imágenes coinciden: en la vida del Espíritu, lo más alto se identifica con lo más profundo. Y lo más profundo es lo más humilde, porque está oculto, bajo tierra[1]. Y los humildes, en el Evangelio, son los primeros en entrar en el Reino de los Cielos, ese Reino oculto en el interior del corazón y al que se accede por la puerta de la Cruz y del Sepulcro, es decir, del abajamiento.