Pienso que hay que excavar en nuestra vida y en nuestro contexto cultural para lograr un poco de claridad y encontrar el modo justo de decirle a Dios: ¡Padre! ¡Padre mío!
Reflexionando sobre esto me doy cuenta que nunca fue obvio, ni siquiera en el pasado, aceptar sin problemas la figura paterna. Ya nos lo decía Jesús en la parábola de los dos hijos, (Lc 15, 11-32): ninguno de los dos ha sido capaz de vivir en verdad su relación con el padre. Los dos de alguna manera lo han rechazado. Pero lo claro de la parábola es que Dios es de verdad padre (y madre) de todos; que para todos es difícil reconocerlo como tal; y que sin embargo nadie descubre su propia identidad sin volver al Padre. La vida tiene sentido sólo cuando es vista como un gran retorno al Padre: ¡Vamos hacia el Padre!
Los caminos de la inquietud personal: “Me levantaré e iré a mi Padre” (Lc 15, 18).
Existen muchos modos de rechazar al Padre y el camino hacia él. El más común (y el más escondido en el inconsciente) es el de rechazar la muerte. Y sin embargo todos, sin distinción, estamos caminando en un viaje breve o largo, que inexorablemente nos llevará hacia ella. Vivir es también convivir con la idea de que todo, tarde o temprano, terminará. En realidad, la muerte está en cada instante de nuestra vida, está en la forma de la pregunta: ¿qué será de mí después de la muerte? ¿Qué sentido tiene para mí la vida? ¿Adónde voy con todo el peso de mis esfuerzos, de mis penas?
En tales preguntas, la muerte aparece como un desafío radical al pensamiento humano, un desafío del cual nace una reflexión seria. Es como un centinela que hace guardia al misterio. Es como la roca dura que nos impide profundizar desde la superficialidad. Es una señal a la cual no se puede eludir y que nos obliga a buscar una meta por la cual valga la pena vivir. Es “la última frontera” (E. Montale) de la cual nos viene, como en contragolpe, la necesidad de luchar contra el aparente triunfo de la muerte y una exigencia profunda de buscar el sentido de la vida, de justificar el cansancio de cada día.
El hijo menor de la parábola, que ha querido irse de casa y ha despilfarrado sus bienes, se encuentra tocando fondo (“habría querido saciarse con las bellotas que comían los cerdos; pero nadie se las daba” 15,16) y entonces, casi de contragolpe, recuerda que existe una casa del padre, donde aún los siervos tienen vida, dignidad y “pan en abundancia” 15, 17. La experiencia de la miseria le hace mirar de frente el camino de la muerte que está recorriendo y rebelarse. Cuando nos sentimos solos, cuando nadie parece querernos más y nosotros mismos tenemos razones para despreciarnos o estar desilusionados de nosotros, cuando la perspectiva de la muerte o de una pérdida grave nos espanta y nos arroja a la depresión, he aquí que, desde lo profundo del corazón emerge el presentimiento y la nostalgia de un Otro que nos puede acoger y hacernos sentir amados, más allá de todo y no obstante todo.
El Padre es en este sentido, la imagen de alguien a quien confiarnos sin reservas, el puerto donde hacer reposar nuestros cansancios, seguros de no ser rechazados. Su figura tiene al mismo tiempo, características paternas y maternas: se puede hablar del Padre en cuyos brazos se está seguro, como de la Madre a quien anclar la vida proveniente de ella. Es, por lo tanto una evocación del origen, del seno materno, de la patria, de la casa, del hogar, del corazón al cual remitimos todo lo que tenemos, del rostro al cual miramos sin temor.
Bajo esta luz, la parábola del hijo pródigo “Me levantaré e iré a mi padre” expresa la exigencia de un origen en el cual reconocerse, de una compañía en la cual sentirse amados y perdonados, de una meta hacia la cual tender.
Todos estamos marcados más o menos por la angustia, todos somos peregrinos hacia el Padre, habitados por la nostalgia de la casa materna y paterna, en la cual reencontrarnos con la certeza de ser comprendidos y acogidos. Si las cosas son así, ¿por qué entonces en muchos está presente un rechazo hasta visceral de la figura paterna? ¿Por qué el hijo más joven de la parábola quiere “irse lejos” de la casa paterna y del padre?
Las razones del pródigo para irse de la casa son las mismas por las cuales fue acuñada la expresión “el asesinato del padre”. Ella denota el impulso que hay en nosotros de pedir cuentas y razón, a quien pensamos que de algún modo está sobre nosotros, de aquello que nos corresponde, para ser así finalmente dueños de nosotros mismos y de nuestro destino, para hacer de nosotros “lo que nos gusta”. Pero para esto es necesario cancelar de algún modo la figura del padre, hacer como si no hubiese existido jamás y de algún modo suprimirlo.
El rechazo del padre de no pocos de nuestros contemporáneos nos debe hacer precavidos ante un uso demasiado fácil de la imagen paterna (y en cierta medida de la materna) para hablar de Dios. Cuando hablamos de “un retorno al Padre” no queremos entender una suerte de regresión a la dependencia infantil. El Padre-Madre del cual hablamos aquí es el Otro misterioso y último, a quien nos confiamos sin miedo, en la certeza de ser acogidos, purificados, perdonados. Este reflejo del rostro de un Padre-Madre capaz de amarnos sin reservas ha sido vivido por muchos de nosotros en experiencias felices de relaciones paternas y maternas. Y aún, quien ha tenido sólo en parte estas experiencias, quien ha tenido sobre todo experiencias negativas, tiene en el corazón, quizá todavía más fuertemente, la nostalgia del totalmente Otro a quien abandonarse.
Este Otro que se ofrece a todos como Padre-Madre en el amor, como “Tú” de misericordia y fidelidad, es aquel que nos ha sido revelado en Jesucristo. No es una pura aspiración, un auspicio, un vano suspiro interior: es una realidad que nos ha sido manifestada, en la cual podemos apoyarnos como en una roca que no cede, como en unos brazos que nos estrechan, como a un corazón que palpita por nosotros.
Es ciertamente legítimo llevar al encuentro con la Palabra reveladora de Dios nuestras angustias, debilidades y miedos, con el peso de una esperanza humana y en la expectativa de un Otro que todo esto comporta. La revelación de Dios Padre se cruza con nuestras ansias y expectativas; pero no deriva de ellas, está primero que ellas, tiene su verdad histórica incontestable. Providencialmente nos sale al encuentro y da sentido a aquel retorno, a aquel redescubrimiento del Padre que es el camino de todo hombre y mujer sobre la tierra.
Mons. Carlo María Martini