*Publicado originalmente en VidaNueva Digital.
El tiempo pascual siempre nos invita, ―como cristianos―, a reafirmar la confianza en la Resurrección del Señor y así nos lo proclama quiénes avisaron a las mujeres: “Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: ‘¡La paz esté con ustedes!’. Luego dijo a Tomás: ‘Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe’” (Jn 20, 26-28).
Sin duda que, este acontecimiento, marcó un antes y un después, en los discípulos de Jesús y de toda la vida de la Iglesia. Esta última así lo asumió y nos dice, que, una vez resucitado el Señor, todo bautizado está invitado a ser como Jesús, es decir, está llamado a la “santidad”. Santidad que no entendió el propio Santo Tomás, llamado el “mellizo”, hasta que respondió ante el resucitado diciendo: “¡Señor mío y Dios mío! Y Jesús le dijo: ‘Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!’”. Así, el santo apóstol incrédulo, terminó por doblegarse ante el misterio y pidiendo al Señor resucitado, misericordia por su falta de fe.
En tiempos de crisis de fe, de poderes, de migración, de identidad o pertenencia, de la palabra empeñada y de buenas costumbres, la humanidad aboga por encontrar “algo” que la haga trascender más allá de todo y le traiga la paz que tanto anhela. Porque, en este concierto denominado mundo, busca cuál es el sentido de todo y en especial para qué fue llamado a la vida. No obstante, la Iglesia sale al encuentro de esta humanidad que, ―herida y sin esperanza―, quiere encontrar al Cristo resucitado, pero no lo ve, no lo percibe ni es consciente, lamentablemente, de que está VIVO. Tan vivo como la confesión de fe expresado por aquellas mujeres al ver el sepulcro vacío: ¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente, ha resucitado! Estas palabras inspiraron un antiguo himno litúrgico, que es una profesión de fe y un compromiso de vida, como lo expresaron las mujeres descritas en el Evangelio de san Mateo: “Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: ‘Alégrense’. Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él…” (Mateo 28, 9-10). Sin duda, que fue un momento iluminador y vivaz comparado con el episodio oscuro, sórdido y penoso de la crucifixión.
Quizás, como creyentes, no tengamos una mirada integrada, entre razón y fe, donde Cristo aparezca como el principal referente de la Resurrección. El teólogo italiano y nacionalizado alemán, Romano Guardini, argumentaba de que el hombre sabe reconocer aquello que vale en sentido puro, simple, y santo: Sólo si sabemos dirigirnos a Dios y rezarle, es posible descubrir el significado más profundo de nuestra vida y el camino cotidiano hacia la luz del Resucitado: “la adoración no es algo accesorio, secundario…. Se trata del interés último, del sentido y del ser”.
Es cierto que, en el ámbito teológico, cristológico o de los sermones dominicales, se hace un esfuerzo grande por explicar la resurrección del Señor y lo que implica. Pero casi siempre se termina por asentir de que el misterio de la resurrección de Cristo no se asume por el único hecho de explicitar más o menos los detalles y las circunstancias del sepulcro vacío o por el número y el contexto del encuentro con el Resucitado. Como tampoco por repetir hasta el cansancio que el hecho en sí fue un acontecimiento real y no un mito o una ‘invención’ producida por la comunidad pos pascual reunida, en torno a los Apóstoles, para superar la desilusión por la muerte de Cristo en la cruz.
Sin embargo, más allá de los datos y testimonios bíblicos de los Apóstoles y las apariciones del resucitado, estos últimos no podían inventar tamaño timo, puesto que no tenían la instrucción ni la formación para hacerlo. Es más, ellos, por causa de esta verdad, fueron martirizados y sacrificados hasta perder sus vidas. Conocida es la lección que aduce de que ni el más osado de los ladrones, delincuentes o corruptos va a querer morir sosteniendo una mentira o falsedad. Por eso, la perspectiva creyente busca decir algo más a una simple mirada humana de las cosas. Porque, si bien en el Viernes Santo moría la pretensión de que “el Bien triunfa sobre el Mal”, al tercer día de la muerte de Jesús, “el Mal ya no tenía la última palabra”.
En pleno siglo XXI, el Cristo resucitado vuelve a clamar y a decir; ¡Felices los que creen sin haber visto! Somos una cultura que atraviesa por una crisis de identidad y falta de referentes en todos los ámbitos de la vida. Donde su filosofía de vida se legítima ante un Cristo Resucitado al que solo lo toman como un mito: “El Cristo de los evangelios sí, pero religión ni institución no…”. La Iglesia, fiel al testimonio de la Palabra de Dios, ha bregado por establecer que la Resurrección de Cristo no fue un mito ni invención de sus testigos, sino que fue un hecho histórico y real. Habrá que pensar cómo la Resurrección del Señor ha incidido, hasta hoy, en la vida del hombre. De lo contrario, que alguien explique ¿por qué?, todavía, en los más escépticos existe la necesidad de trascender y de percibir que “todo” no termina aquí. ¿No será, que incluso estos esperan “algo más”? ¿qué hay después de la muerte?
Ante la falta de diálogo entre la perspectiva racional y la creyente, la misericordia y la caridad cristiana, se presentan como un signo de resurrección, mucho más fuerte que el pecado del hombre y, a su vez, como señal de credibilidad, hospitalidad y generosidad para creyentes y no creyentes. Todos son principios que hacen honor al Cristo resucitado, pero que aún no terminan por “tocar” aquel corazón que se empecina y se llena de los males de nuestro tiempo: “la soberbia, el egoísmo, el placer y el poder”, pues estos se han convertido en instrumentos de corrupción y de muerte.
Si los seres humanos estamos vacíos de credibilidad por una vida dominada por la ética relativista, donde el “obrar bien” está mal y el “obrar mal” es lo correcto, entonces, no pretendamos que la Resurrección del Señor pueda ser demostrada o probada. Porque si todavía no hemos sido capaces de cambiar la historia de los poderosos, los aprovechadores y los corruptos, entonces necesitamos un acto más que racional para entender que la Resurrección de Cristo no se comprende sino desde el amor y la misericordia de Dios, que mira con compasión la miseria humana. Lástima que aquellos atributos divinos no terminan por “tocar” o “transformar” tantos corazones para una experiencia con el Resucitado; porque, en su arrogancia, estos anhelan ser como Dios.
P. Fredy Peña T., ssp