Hoy estamos alegres porque Navidad es la fiesta de la gloria de Dios y los creyentes lo glorificamos en los cielos. La gloria de Dios es signo de su presencia y sobre el Verbo encarnado que habita en este mundo. Así, el nacimiento de Jesús es la auténtica felicidad y nos muestra el rostro de un Dios cercano que, sin dejar de ser divino, se hace uno con el hombre.
En este día maravilloso, Dios se nos acerca en la sonrisa y ternura de un niño encantador, que se encarna para quedarse en la tierra. El Hijo de Dios baja para que el hombre suba y renazca a una vida nueva, pero no ya solo sino con Dios. Porque este Hijo se humaniza para que el hombre actúe de acuerdo como Dios lo ve y sueña. Curiosamente, mientras más humanidad mostramos, más cercanos y semejantes a Dios somos. Así, la Venida del Niño Dios es felicidad eterna porque es la única que no se agota ni cansa; al contrario, ella es siempre novedad y trasciende.
La Navidad renueva los sagrados comienzos de Jesús, nacido de la Virgen María, de modo que mientras adoramos al Niño Dios estamos celebrando también nuestra nueva vida. Los cristianos estamos invitados a ser uno con la Palabra encarnada. Porque es la Palabra de Dios la que debemos «encarnar», «contemplar» y «adorar». El Niño Dios, en el pesebre, no nos puede hablar, pero sus guiños son una voz de alerta que nos interpela. Hoy, en muchos hogares, esta Palabra encarnada es ignorada, callada o se convierte en una excusa para activar la locura del consumismo e ignorar los gestos del Niño Dios.
El «Dios con nosotros» es incómodo para la sociedad materialista, que niega la trascendencia divina y humana. Por eso, no dejemos que nos quiten la alegría de la Navidad, ella es un mensaje del amor de Dios a la humanidad que quiere ser correspondido. ¡Feliz Navidad en Cristo, nuestro Señor!
«Vino a los suyos y los suyos no la recibieron. Pero a los que la recibieron, a los que creen en ella, los hizo capaces de ser hijos de Dios» (Jn 1, 11-12).
P. Fredy Peña T., ssp