Este domingo entramos al Adviento natalicio del Niño Dios y ya comenzamos a percibir la Navidad. Sí, la vida de Jesús es, desde el inicio, una ofrenda constante, porque en él se plasma el servicio a su Padre como rey, profeta y sacerdote. De ahí que el relato de la visita de la Virgen María a Isabel se enmarca también en esa generosidad de vida y de ir al encuentro, en este caso, de su prima. Puesto que María ha aceptado la palabra de Dios, con fe profunda, demuestra su fe a través de la caridad visitando a su pariente. María se muestra como la creyente cuya fe contrasta con la desconfianza de Zacarías.
Así, el relato del evangelio presenta a María como la mujer privilegiada que ha recibido el “don de Dios” y la hace portadora de buenas noticias. Dos futuras madres se encuentran para compartir su maternidad y descubrir las riquezas que ello implica. Isabel, al contemplar a María, revela a todo el mundo: bendita tú entre todas las mujeres. Ambas madres anticipan la misión de sus hijos y el vínculo que unirá a cada uno de ellos. Además, el salto jubiloso de Juan en el vientre de Isabel es como un reconocimiento a la condición mesiánica de Jesús y su subordinación a él. Y las palabras de Isabel confirman tamaño prodigio: ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?
María es feliz porque ha creído que se cumplirá en ella el proyecto de Dios. Todo es inaudito, pero ella tiene la virtud de creer. Como creyentes, también estamos invitados a realizar un acto de amor, sobre todo confiando en Dios. Por eso este encuentro entre María e Isabel, tan íntimo y también tan extraño para ambas, es un hallazgo de promesas. Aprender de estas dos madres la alegría del encuentro es el arquetipo y el símbolo de cualquier otra comunicación que aprendemos, incluso antes de venir al mundo. Es una experiencia que nos interpela a todos, porque todos hemos nacido de una madre.
“Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lc 1, 45).