Juan Bautista, como buen profeta, no deja de pregonar la conversión, la llegada del Reino y la alegría de que todos verán la salvación de Dios. Por eso, a los oyentes que acuden a su llamado les nace la pregunta: ¿qué tenemos que hacer? Porque ya no se trata de qué debemos pensar, sentir o decir, sino qué es lo correcto por hacer. Como respuesta, el Bautista no da recetas como oraciones, sacrificios, votos, actos de piedad propios del judaísmo y de su tiempo, sino algo muy concreto y que nos interpela hasta hoy: la conversión de vida.
La propuesta del Bautista es el “desprendimiento solidario” como una forma de llegar a una verdadera conversión; por ejemplo, ropa y comida se deben compartir con el más indigente. Sin embargo, en ocasiones la ambición enceguece al hombre para no apreciar lo que le exige el respeto a Dios y el amor al prójimo. Por eso el Bautista hace hincapié en que la llegada de Jesús no es un mero hecho prodigioso o espectacular que cauce admiración, sino que generará “expectación” o “asombro” en la medida en que se disponga el corazón para un cambio de vida.
Asimismo, Juan se define como quien no es digno de desatar las sandalias al que es más poderoso que él. La imagen de “desatar” está inspirada en la tradición matrimonial recogida de la ley del levirato: “cuando el hombre moría sin hijos, el pariente más próximo debía casarse con la viuda para dar descendencia al difunto, y si el pariente se negaba, la viuda en un acto de repudio lo escupía y le quitaba una sandalia” (cf. Deut 25, 5-11). Por tanto, si reconocemos el poder de Jesús, al igual que Juan, entonces qué debiéramos hacer. Porque una predicación hermosa, un mero entusiasmo en la fe o una denuncia del mal no alcanza. El Señor nos pide una acción operante de la gracia que transforme nuestro interior y el compromiso honesto de “convertirnos”.
“Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias” (Lc 3, 16).
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