P. Fredy Peña T., ssp
El mensaje de Jesús nos pone en una encrucijada, puesto que la eucaristía y su encarnación nos llevan a decidir: aceptamos a Jesús comprometiéndonos con él o bien nos apartamos de su proyecto de vida. Planteada así, la enseñanza para los discípulos de Jesús resulta dura, porque cuesta aceptar que la realeza de Jesús consiste en donarse hasta agotar la propia vida y que su misterio eucarístico remita ineludiblemente a su persona. Así, la clave de interpretación de todo el relato viene a disipar la idea y confusión de los judíos con respecto a comer la carne del Hijo del hombre.
Porque no se trata de canibalismo, ya que cuando Jesús habla de comer su Carne se remite a su condición de resucitado, es decir, a su Carne que ya no es frágil, corruptible, sino gloriosa y llena de Espíritu. Y como alimento espiritual puede comunicar vida, porque está investida por el propio Espíritu de Dios, como lo afirma san Pablo (cf. 1Cor 15, 45ss.). Sin la asistencia del Espíritu Santo o sin el don de la fe, toda la vida de Jesús sería un permanente escándalo.
Por tanto, los que verdaderamente aman a Jesús saben que la vida no tiene sentido si no se traduce en pan, es decir, en don para ser compartido con el prójimo. A veces se dice de la santa misa esta objeción: “¿Para qué sirve la misa? Yo voy a la iglesia y rezo cuando quiero y puedo”. Cuando los más escépticos y creyentes también entiendan que la eucaristía no es, únicamente, una oración privada o una bonita experiencia espiritual
o una simple conmemoración de lo que Jesús hizo en la Última Cena, entonces se encontrará su verdadero sentido. Por eso, para quienes creemos en ella, en cada eucaristía es Jesús mismo que se dona por entero a nosotros. Si tan solo fuéramos conscientes de que nutrirnos de él nos conduce a vivir en él mediante la Comunión eucarística, y más si lo hacemos con fe. Porque aquella adhesión no solo transforma nuestra vida en un don
a Dios, sino también para nuestro prójimo.
“Simón Pedro le respondió: ‘Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna’” (Jn 6, 68).