P. Fredy Peña T., ssp
Jesús nos introduce en la segunda parte del discurso del Pan de vida y nos remite al gran don de la Eucaristía. Porque la carne y la sangre del Hijo del hombre son verdadera comida y bebida. Si en la primera parte de su discurso Jesús vinculaba la Vida eterna a la fe en él, a continuación señala que esa fe debe ser alimentada con su Cuerpo y su Sangre: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna…”. En efecto, es una compenetración recíproca o de una permanencia mutua, porque es la vida de Dios en cada creyente. Sin embargo, escuchar esto para un judío era una aberración, puesto que estaba prohibido, por ejemplo, “beber sangre”. Pero, lo que no entienden es que, Jesús no invita a comer y beber la sangre de un cadáver, sino que habla de su Carne y Sangre plenamente glorificada.
Asimismo, como creyentes aprendemos que no necesitamos esperar a la muerte para tener la Vida eterna. Porque en cada eucaristía, recibimos ya desde ahora la Vida eterna, es decir, la vida en comunión con Dios o la vida en el amor de Dios. Es la vida divina que viene a nuestro encuentro y no se trata de una vida que se mezquina o se atesora, sino que debe ser transmitida a los demás, siguiendo el ejemplo del Hijo, el enviado del Padre para dar Vida eterna al mundo.
No obstante, la Vida eterna solo se entiende a la luz del Hijo y se traduce como la posibilidad de poder alcanzar la totalidad de todos los dones, pero sin las limitaciones ni los achaques del mal, sufrimiento, envejecimiento o sin la sombra de la muerte. Solo a la luz de la fe se pueden contemplar las palabras de Jesús, ya que comer el Cuerpo de Cristo, no es otra cosa que saciar nuestra hambre de felicidad que tantas veces buscamos y en lugares que lo único que nos dejan es vacío y desengaño. Únicamente Dios puede llenar ese vacío, porque todo lo demás se acaba. Recibir a Cristo, en la Eucaristía, es asistir al único momento aquí en la tierra donde es posible unir lo finito con lo infinito o el tiempo con la eternidad y que nos lleva a ser felices.
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54).