P. Fredy Peña T., ssp
Jesús, después de realizar el milagro de la multiplicación de los panes, proclama su largo discurso sobre el “pan de vida”. A partir de la fe inmadura de quienes lo siguen, el Señor quiere abrirles los ojos y sanarlos de su miopía. Es decir, comieron los panes, pero aún no han visto en ello el signo trascendental, porque solo se han quedado en la manifestación superficial de las obras que él realiza.
Además, se resisten no solo a creer, sino también a entender la profundidad de sus enseñanzas. Siguen pensando en el pan material o en el alimento de la Toráh de Moisés (cf. Salmo 119). Jesús explicita que el maná, por ejemplo, no era un pan del cielo, sino un pan material. En cambio, el “pan del cielo” es un pan espiritual que dará vida al mundo. Asimismo, Jesús invita a dar un paso cualitativo en la fe que significa entrar en una relación y adhesión personal con él. Es decir, un vínculo personal que implica necesariamente –y no por el interés en el beneficio– que Jesús por medio del amor y la gratuidad puede reportar.
Porque ahora él es el pan bajado del cielo, lo que implica antes que todo creer en su persona y no únicamente en su capacidad de hacer “milagros”. Por eso les dice a los que lo buscan: “El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed”. Sabemos que toda vida humana es un peregrinar, donde siempre habrá desiertos o dificultades y, en esas circunstancias, la fe flaquea y el alimento escasea. Solo el que da hospitalidad a Jesús y se alimenta de él, deja de tener sed o hambre. Dios no quiere que nos contentemos con cualquier clase de alimento que el mundo ofrece, sino que él mismo quiere ser ese alimento para saciar los anhelos más profundos y verdaderos del ser humano: “porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo”.
“Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo” (Jn 6, 32).