Por René Rebolledo Salinas, arzobispo de La Serena
En este primer domingo de junio la comunidad cristiana celebra la gran solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo. Los fieles se preparan con antelación para manifestar especialmente en este día su fe en la presencia real del Señor en el pan y en el vino consagrados. Con esmero se disponen para la celebración eucarística, la procesión y la adoración al Santisimo Sacramento.
En esta solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, se hace énfasis sobre todo en su prolongación, particularmente en la presencia permanente del Señor como alimento de vida que los ministros portan a los enfermos y también para la adoración eucarística que, gracias a Dios, ha retomado los espacios, las celebraciones, la dedicación que amerita.
El Evangelio correspondiente a este día es Marcos 14, 12-16.22-26, preparación de la cena pascual e institución de la Eucaristía. El evangelista pone de relieve el cuidado y la solemnidad con que se prepara la cena pascual, ofreciéndonos valiosos detalles sobre ello: “El primer día de los Ázimos, cuando se inmolaba la víctima pascual” (v 12), dos discípulos son enviados por el Señor, a disponer la cena en el “salón del piso superior, preparado con divanes” (v 15).
“Tomen, esto es mi Cuerpo” (v 22), “Ésta es mi Sangre” (v 24). Admiramos la sencillez, como la solemnidad, con que Cristo y mediante estas palabras pone toda su admirable materialidad humana a los pies del Padre, como ofrenda sublime por la redención de la miseria del hombre y se entrega para siempre: El pan consagrado es su Cuerpo entregado; quien lo coma tendrá vida en Él. El vino consagrado es su Sangre derramada, quien la beba tendrá vida en Él y acepta su proyecto del Reino.
Son varios los sentimientos que emergen en la vivencia anual de esta gran solemnidad. Por una parte, las expresiones de gratitud a Dios Padre, en el Espíritu Santo, por la entrega de Jesús, su Hijo, para la vida de los suyos: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en Él no muera, sino tenga vida eterna” (Jn 3,16). El agradecimiento sentido y expresado de corazón a Jesucristo por su entrega en el madero de la Cruz y en las especies de pan y vino. En Él, sus discípulos misioneros, encuentran vida en abundancia: “Yo vine para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Corresponde también en este día hacer una memoria agradecida por los padres, parientes, amigos, catequistas y comunidad eclesial por la generosidad manifestada, en ayudarnos a conocer y amar más profundamente la santa Eucaristía.
Invito a redescubrir siempre de nuevo el gran don de la Eucaristía. Que ella esté al centro de nuestra vida cristiana y sea lo que es, fuente inagotable de impulso misionero: “los fieles deben vivir su fe en la centralidad del misterio pascual de Cristo a través de la Eucaristía, de modo que toda su vida sea cada vez más vida eucarística. La Eucaristía, fuente inagotable de la vocación cristiana, es, al mismo tiempo, fuente inextinguible del impulso misionero. Allí, el Espíritu Santo fortalece la identidad del discípulo y despierta en él la decidida voluntad de anunciar con audacia a los demás lo que ha escuchado y vivido” (DA 251). ¡Que así sea!